En los tiempos que Jesús
andaba por el mundo, un
hombre deseaba mucho
seguir al profeta que
decían que era el que
había venido a salvar a
los judíos del yugo de
los romanos, sus
conquistadores y
tiranos.
Así, cuando Josué
escuchaba que el Rabí
estaba en un lugar
cercano, corría hacia su
encuentro con la
esperanza de verlo. Pero
al llegar le informaban
que el Profeta ya no
estaba allí. Y de esa
manera Josué seguía sin
lograr encontrarlo.
Cierto día, desanimado,
se sentó pensativo en un
tronco a la sombra de un
árbol. ¿Por qué razón
solo él no lograba ver
al Profeta, encontrarse
con Él? Sentía falta de
amor, deseaba que su
corazón se llenara de
afecto; sin embargo, él
mismo no amaba a nadie.
Y Josué seguía hablando
consigo mismo: “Nunca
tuve el amor de una
familia. Desde pequeño
fui criado por una
bondadosa mujer que me
acogió en su casa tras
la muerte de mis padres.
Crecí sintiendo un gran
vacío en el corazón. Y,
por eso, quería ver al
Rabí, pues me dijeron
que todos los dolores,
todas las angustias,
encontraban el remedio
perfecto en él.”
En ese momento, dejando
que lágrimas amargas
brotaran de sus ojos,
vio llegar a un hombre.
Su presencia le encantó.
Era alto, debía haber
caminando mucho, pues
sus sandalias estaban
sucias del polvo de las
calles; se vestía solo
con una túnica clara y
sus gestos eran
delicados; los cabellos,
repartidos a la
nazarena, caían sobre
sus hombros y en su
bello semblante había
una tierna tristeza.
Al mirar aquellos ojos,
Josué se sintió atraído
por el desconocido, cuya
presencia lo llenaba de
paz. Sin poder hablar,
Josué hizo un gesto para
que Él se sentara a su
lado. El hombre se
acomodó, y después
preguntó:
- ¿Por qué estás aquí,
Josué?
Esa voz sacudió a Josué,
como si calmara su ser
íntimo.
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- Busco al Profeta,
señor – respondió él,
encantado con aquella
presencia.
- ¿Y por qué estás
buscándolo? – volvió a
preguntar el
desconocido.
Josué respiró profundo y
respondió, como si nada
pudiera estar oculto,
contándole cómo había
sido su vida, la falta
de amor, la
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esperanza de
encontrar a
alguien que lo
amase.
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El desconocido lo miró
largamente, y después
consideró:
- Josué, la esperanza no
es una palabra vacía y
no representa falta de
actividad. Es trabajo
interior constante y que
exige un objetivo claro
y continuo para alcanzar
la meta que buscamos.
- Lo sé, mi Señor, y
creo que he tenido la
paciencia necesaria para
alcanzar lo que deseo.
Escuchando esas
palabras, el desconocido
dijo:
- Pero la paciencia,
Josué, significa firmeza
tranquila para conseguir
lo que deseamos. Así, si
quieres realmente
alcanzar tus objetivos,
trabaja incansablemente
manteniendo la luz del
amor por encima de todo
lo demás; dedícate al
prójimo y serás
bendecido.
- Señor, a pesar de
todo, necesito amor;
siento falta del cariño
de una familia, de
amigos...
Y el desconocido
continuó, con una
entonación de voz
inolvidable:
- ¿Y qué has hecho hasta
ahora para conseguir ese
amor?
- He recorrido las
calles para ver si
encuentro alguien que
pueda amarme.
Entonces, el celestial
desconocido le
respondió:
- Mientras no aprendas a
dar amor, nada recibirás
a cambio. Es la Ley
Divina. Entrégate a los
necesitados del camino y
conseguirás lo que
deseas. Aprende con el
agua cristalina que
brota y cura la sed de
los viajeros, sin cobrar
jamás por su
generosidad. La sombra
de la noche es vencida
por el día que trae la
Luz. Así también debemos
actuar. Aprovecha todos
los momentos como
bendiciones enviadas por
Dios para el progreso de
las criaturas.
- Sí, Señor. Haré lo que
dices. Pero, ¿quién es
usted, que habla con
sabiduría y cuya voz
produce un gran
bienestar y deseo de
seguirlo siempre y no
dejarlo nunca?
El desconocido se
levantó y, antes de
irse, murmuró:
- ¡Yo soy Jesús!...
Al oír el nombre, Josué
se quedó parado, sin
poder moverse. Cuando se
dio cuenta de que estaba
perdiendo la oportunidad
de su vida, corrió para
alcanzar al Maestro,
pero no lo volvió a
encontrar.
Entonces, reflexionando
sobre todo lo que había
escuchado de la boca de
Jesús, Josué entendió lo
que necesitaba cambiar,
volviéndose alguien
digno de seguir al
encuentro del Profeta de
Nazaret.
A partir de ese día, por
donde pasara, Josué
aprovechaba para
trabajar con amor, sin
perder la oportunidad de
hablar con las personas,
ayudarlas y socorrerlas,
seguro de que era eso lo
que lo volvería digno
de, algún día, ser un
seguidor de Jesús de
Nazaret.
MEIMEI
(Mensaje recibido por
Célia X. de Camargo, el
20/10/2014.)
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