El día estaba bonito y
agradable. Marcelo, sin
embargo, llegó a casa
irritado y nervioso.
Entró pisando fuerte,
golpeó la puerta con
fuerza y tiró la mochila
en una silla.
La madre, que lo
observaba, se aproximó
serena y le preguntó:
– ¿Por qué ese mal
humor, hijo mío? ¡El sol
está brillando allá
fuera y la vida es bella!
¿Qué ocurrió tan grave
que justifique la manera
desagradable con que
entraste en casa hoy?
Sombrío, el niño
respondió:
– Estoy enfadado
con Gabriel.
Además de rasgar
mí libro de
evaluación, aun
se peleó conmigo.
¡No voy a
perdonarlo
nunca!
La madrecita lo
abrazó
cariñosamente y
le aconsejó:
– No digas eso,
hijo mío. Todos
nosotros
necesitamos del
perdón, pues
también erramos.
Jesús enseñó que
debemos perdonar
no siete veces
sólo, sino
setenta veces
siete veces.
Esto es, enseñó
que debemos
perdonar siempre.
Además de eso,
no |
|
debemos juzgar a
nadie tampoco .
¿Será que
Gabriel rasgó tu
libro a
propósito? |
– No sé y ni me interesa.
No quiero más la amistad
de él – afirmó el niño,
categórico.
La madre pasó la mano
por los cabellos del
hijo y ponderó:
– Intenta perdonar,
Marcelo. En cuanto tú no
olvides la ofensa, no
tendrás felicidad y paz.
– No lo consigo, mamá.
Creo que no sé perdonar.
La señora pareció
meditar por algunos
instantes y después
habló:
– ¿Te acuerdas cuando
conseguiste la
bicicleta?
– ¿Cómo no? – respondió
Marcelo. – ¡Cuantas
veces caí hasta
conseguir equilibrarme y
salir andando!
– Es verdad, hijo mío.
Hoy, sin embargo, tú no
te acuerdas más de eso
cuando sales a pasear.
¿Y cuándo aprendiste a
nadar?
– ¡También me costó
mucho esfuerzo! –
recordó el niño.
– ¿Y cuándo entraste en
la escuela para ser
alfabetizado? – insistió
la madre.
– Ah, fue muy difícil.
Gracias a Dios ya sé
leer y escribir bien –
respondió el pequeño
contento consigo mismo.
– Entonces, hijo mío,
nada se consigue sin
esfuerzo. También
nuestras imperfecciones
necesitan de mucha buena
voluntad de nuestra
parte para ser retiradas
de nuestro interior. Y
el resentimiento es una
de ellas. Necesitamos
aprender a perdonar.
– ¡Ah! Ya entendí. ¿Tú
quieres decir que
necesito ejercitar el
perdón, no es así?
– Exactamente.
– Está bien, mamá. Voy a
intentarlo.
Al día siguiente, muy
coincidentemente,
Marcelo fue a jugar con
un vecino y, sin querer,
rompió un carrito muy
apreciado del niño.
Triste, pero conforme,
el niño aceptó su
petición de discúlpas,
diciendo:
– No tiene importancia,
Marcelo. Sé que tú no lo
hiciste a propósito.
Al oír las palabras del
amigo, que con justa
razón debería estar
enfadado con él, Marcelo
se acordó de las
palabras de la madre
cuando afirmó que todos
necesitamos de perdón.
En aquel mismo día,
buscó al amigo en la
escuela y, con una
sonrisa alegre, dijo:
– Quiero que tu me
discúlpes si fui grosero
el otro día, Gabriel.
– Tú tenías razón,
Marcelo. Yo rasgué tu
libro – respondio el
niño.
– Pero tengo seguridad
de que no fue queriendo
– afirmó convencido.
– Es verdad. Él cayó de
mis manos e, intentando
cogerlo, lo rasgué.
|
Se abrazaron
contentos,
prometiendo
mutua amistad.
Después de las
clases, Marcelo
llevó a Gabriel
a su casa y se
lo presentó a su
madre.
– Mamá, este es
mí “amigo”
Gabriel – dijo
acentuando la
palabra.
Muy satisfecha,
por la sonrisa
del hijo la
madre notó
|
que el
malentendido
terminó y que
Marcelo había
aprendido a
perdonar. |
Tía Célia