Fabiana andaba sin
destino por las calles
de la ciudad. Se sentía
triste y desolada.
Miraba con admiración a
las mujeres bien
arregladas, perfumadas,
llevando de la mano
niños alegres y bien
vestidos, que ni notaban
su presencia.
De familia muy pobre,
ella vivía en un barrio
apartado donde faltaba
de todo. Deseaba tener
una vida mejor, pero su
padre era un trabajador
de una fábrica y ganaba
poco; su madre lavaba
ropas, lo que le rendía
algunos beneficios,
mientras
Fabiana
cuidaba de
los dos
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hermanos menores.
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Fabiana deseaba
estudiar, tener una
profesión y ganar dinero
para ayudar a su
familia, sin embargo
tenía apenas doce años
aun.
Pasando por un jardín,
se sentó para descansar.
Luego, oyó llanto allí
cerca. Se levantó,
buscando de donde venía
aquellos sollozos, y
encontró a una niñita en
el suelo, llorando.
-
¿Qué ocurrió? –
preguntó, preocupada.
- Yo me caí y me golpeé
mi rodilla. ¡Mira! –
dijo la pequeña,
limpiando las lágrimas y
mostrando la rodilla
raspada, de donde la
sangre corría.
Condolida por la
situación de la niña,
que no debería tener más
de tres años, Fabiana la
consoló:
- Eso no es nada. Vas a
sanar después. ¿Dónde
están tus padres?
- Mi padre murió. Y mi
madre está trabajando.
Huí de casa. Quería
hablar con alguien que
me diese un poco de
atención. ¡Tú eres la
única que habló conmigo!
Sin que ellas lo
notasen, Octavio, el
padre de la niña,
desencarnado, preocupado
con la hija, estaba allí
intentando ayudarla.
Sonrió satisfecho al ver
la atención que Fabiana
le daba a ella.
- ¿Cómo es su nombre? –
preguntó Fabiana,
apenada, sintiendo un
interés muy especial.
- Sofía.
- Un bonito nombre. ¿Y
dónde vives tú, Sofía?
- Aquí cerca.
¡Allá en aquella casa! –
respondió la niña,
apuntando con el dedito.
Fabiana, acompañada por
Octavio, cogió a la niña
en brazos, atravesó la
calle y la llevó hasta
el portón.
Tocó la campanilla y
esperó. Después una
empleada apareció.
Cuando vio a la niña en
los brazos de una
desconocida, puso las
manos en la cintura,
irritada y sorprendida:
- ¡Sofía! ¿Tú huiste de
casa? ¿Cómo conseguiste
salir?
- Aproveché cuando el
jardinero llegó. ¡Salí,
y él ni me vio!
Con la cara contraída,
la empleada gritó:
- ¡Muy bonito! Entonces,
¿huiste de la casa, no
es así? ¡Y aun llegas en
los brazos de una
desconocida! ¿Tú no
sabes que está prohibido
hablar con extraños?
- Fabiana no es una
extraña, Ema. Es mi
amiga.
Viendo que la empleada
estaba muy nerviosa,
Fabiana explicó:
- No pelee con Sofía,
por favor. Yo la
encontré caída en el
suelo, herida, y la
traje para casa. Ella
necesita de una cura.
Irritada, Ema gritó:
- Pues no voy a hacer
cura ninguna. Ella se
golpeó porque quiso.
¡Pasa ya para adentro,
Sofía!
La niñita, no obstante,
encogida de miedo, no
quería entrar sin la
nueva amiga.
Preocupada con ella,
Fabiana la acompañó.
Entrando en la casa, que
era un verdadero
palacete, Fabiana quedó
impresionada con la
belleza y el lujo de la
decoración.
Como la empleada no se
preocupaba con la
herida, Sofía fue a
buscar la caja de
primeros auxilios y, con
cariño, Fabiana hizo una
pequeña cura, en cuanto
Ema continuaba
protestando gritando.
Pero Clara, la madre de
Sofía, que había salido
de un recado más pronto,
llegó justo en el
momento en que Ema abría
la puerta y, sin ser
notada, oyó todo.
Estacionó el coche en la
calle, entró en la casa
y se quedó parada en la
puerta, muy espantada,
observando la escena.
Cuando Ema vio a la
dueña, se quedó blanca
de susto. Hizo una
sonrisa forzada,
intentando justificarse:
- Doña Clara, estaba
diciendo a Sofía que
ella necesita…
Con la expresión grave,
la dueña de la casa le
impidió continuar:
- No te preocupes en
explicaciones, Ema. Oí
perfectamente lo que tú
dijiste. Hablaremos
después.
Sofía corrió al
encuentro de la madre,
feliz. Abrazada
fuertemente a la madre,
suplicaba:
-- ¡Mamá! ¡Que bien que
llegaste!
¡Qué bien que tú estás
aquí! ¡Quédate conmigo!
No quiero quedarme más
sola.
Al ver a la niña
desconocida, la señora
la saludó, gentilmente,
en cuanto Sofía
explicaba:
- Mamá, esta es mi amiga
Fabiana. Yo huí de casa
para pasear y caí en el
jardín. ¡Fabiana me
trajo en los brazos y
mira la cura que ella
hizo en mi rodilla!
Con una sonrisa, la
madre agradeció a
Fabiana la atención a su
hija. La invitó para
sentarse y habló con
ella, haciéndole algunas
preguntas. Y así supo
como vivía ella, dónde
vivía, y las
dificultades de la
familia.
Mientras hablaban, Ema
arreglaba la mesa para
la cena, y la madre notó
que toda vez que Ema se
aproximaba, la hija se
encogía de miedo,
agarrándose aun más a la
madre. Percibiendo el
pavor que la empleada
generaba en la niña, la
señora ordenó que esta
volviese a la cocina.
Cuando Ema salió de la
sala, Sofía pidió:
- Mamá, ¿dejas a Fabiana
quedarse conmigo?
- Eso es imposible,
querida. Fabiana tiene
familia y necesita
volver a su casa –
explicó la madrecita,
cariñosamente.
- Si ella va yo también
voy, mamá. Ella es mi
amiga. Le gusto y no
quiero quedarme más sola
con Ema – insistió la
niña.
Fabiana pensó que, con
seguridad, vivir en una
casa como aquella, sería
un sueño para ella.
Todavía, no podría dejar
a su familia, que
necesitaba de ella.
Al pensar en la familia,
Fabiana se acordó que
estaba haciéndose tarde.
Se despidió de Sofía,
dejó la dirección y
prometió que siempre que
pusiese vendría a
visitarla.
Volviendo para la casa,
la niñita encontró a la
madre ocupada en poner
la mesa para la comida,
mientras el padre
enchufaba la luz
eléctrica y los hermanos
jugaban en la sala.
Había tanto amor en
todo, tanta armonía en
aquella vida simple y
pobre, que ella se
emocionó.
- ¡Mamá! ¡Papá! Sé que
anduve protestando de
nuestra vida. Pero hoy
pienso diferente.
No cambiaría esa vida
por ninguna otra.
Podemos sentir la falta
de algunas cosas, pero
aquí tenemos el amor de
una verdadera familia y
eso no hay dinero que lo
pague.
Todos se abrazaron
felices.
Al día siguiente, al
anochecer, Sofía y su
madre aparecieron para
hacer una visita a la
casa de Fabiana, y
conocieron a José y Ana.
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Clara notó la pobreza de
aquel hogar; habló con
los padres de Fabiana,
los encontró muy
simpáticos. Después,
aceptando la sugerencia
de Octavio,
desencarnado, que estaba
allí, tuvo una idea y
explicó:
- ¡José y Ana! Soy una
mujer sola y trabajo
mucho.
Desde que Octavio, mi
marido, falleció, tengo
que cuidar de los
negocios. De ese modo,
estoy obligada a dejar a
mi hija con personas que
pueden no ser buenas
para ella.
|
Sofía, desde el
momento que conoció
a Fabiana, le gustó
mucho. Ahora que
estoy aquí, que
conocí a ustedes,
sentí el deseo de
hacerles una
propuesta: Tengo una
casita al fondo de
mi jardín. Necesito
de alguien de
confianza para tomar
las riendas de la
casa y de mí hija
mientras trabajo, lo
que Ana tiene
condiciones de
hacer. Y usted,
José, puede
continuar en su
trabajo y, en las
horas de descanso,
cuidar del jardín y
de otras pequeñas
tareas de nuestra
casa. Además de eso,
los niños podrían ir
a la escuela, aquí
cerca; yo misma
cuidaré de todo.
¿Qué piensan? ¡De
esa forma creo que
nos ayudaremos
mutuamente! |
Todos quedaron contentos
con la solución del
problema, especialmente
Octavio que dio la
sugerencia, y Sofía aun
más, pues no se
separaría de su querida
Fabiana. ¡Además de eso,
aun tendría a los
hermanitos de ella para
jugar!
La pequeña Sofía,
emocionada, sintiendo la
presencia del padre que
partía para el mundo
espiritual, dijo con
sabiduría:
- Siento que papá está
muy feliz.
En la espiritualidad,
Octavio agradecía a Dios
por la ayuda que dieran
a su familia, conmovido
con las palabras de la
hijita, testimoniando
que nadie muere y que,
después de la muerte,
continuamos amando a la
familia y a ayudarla en
sus dificultades,
siempre que es
posible.
Tía Célia