Fernando era un niño de
buen corazón, y sensible
al sufrimiento de los
otros.
Cierto día pasando por
una calle en la
periferia de la ciudad,
vio una casa muy pobre y
dos niños delgados y
pálidos que jugaban en
la puerta.
En un impulso, se
aproximó y comenzó una
conversación con los
niños. Supo que no
tenían padre y que la
madre estaba trabajando
para proveer el sustento
de la casa. Dijeron
también, que nada habían
comido aun, en aquel
día, y que sólo comerían
cuando la madre volviese
del trabajo.
Apenado, Fernando deseó
ayudar.
¿Pero, cómo? Tampoco
tenía recursos y su
padre trabajaba mucho
para que nada le faltase
en el hogar.
Tuvo una idea. Tenía
muchos amigos y, si él
sólo casi nada podía
hacer, en conjunto ellos
podrían hacer mucho.
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Reunió a los amigos y
expuso su plan. Si cada
uno contribuyese con un
poco, ayudarían a
aquella familia
sustancialmente. Todos
aprobaron la idea de
Fernando. Y más,
entusiasmados,
decidieron pedir la
colaboración de los
parientes, amigos y
vecinos, pues,
consiguiendo más
recursos, extenderían la
ayuda a otras familias
necesitadas.
Y así fue hecho. No sólo
recibiendo géneros
alimenticios,
ropas,
calzados, sino
cada uno
|
también donando
tiempo de
trabajo,
haciendo
compañía a los
niños, ayudando
en la limpieza
doméstica y
enseñando los
deberes de la
escuela. |
Poco a poco, como ellos
preveían, la asistencia
se extendió a otras
familias igualmente
necesitadas y que
residían allí cerca.
Todos estaban felices y
optimistas.
Pidiendo la colaboración
de uno de los muchachos
en la escuela, que
Fernando sabía que era
muy rico, quedó
grandemente
decepcionado, pues el
chico respondió
indiferente:
- Nada tengo que dar.
- ¿Cómo? ¡Tú eres el
niño más rico de la
escuela! – se extrañó
Como Fernando continuaba
insistiendo, de mala
voluntad el chico cogió
una pequeña moneda del
bolsillo y se la entregó
diciendo:
- Esta moneda es sólo lo
que puedo dar.
Perplejo, Fernando miró
la moneda y tuvo ganas
de no aceptarla, por ser
de un valor
insignificante. Sin
embargo, cogió la
moneda, lo agradeció y
se apartó indignado.
Llegando a casa, comentó con la madre lo
ocurrido, y |
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terminó
diciendo: |
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- ¡Tuve ganas de no
aceptar la moneda, que
es un insulto a las
necesidades ajenas! ¡No
vale nada!
La madre lo miró y dijo
serena:
- Pues harías muy mal,
hijo mío. Tú debes
aprender que en la vida,
cada cual da lo que
tiene. Y eso, muchas
veces, no tiene relación
con lo que la persona
cree poseer.
Sorprendido, Fernando
preguntó:
- ¿Cómo es eso, mamá? No
lo entiendo. ¡Él es muy
rico!...
- Exactamente. Pero no
aprendió a dar de sí.
Por eso, hijo mío, esa
moneda que tú desprecias
tanto es la oportunidad
de tu amigo dar alguna
cosa, y que, para él,
representa mucho.
¿Comprendes?
- Comprendí. Tú querías
decir que dar es un
aprendizaje que tenemos
que ejercitar –
respondió el niño,
admirado de las sabias
palabras de su madre.
- Eso mismo, hijo mío.
El egoísmo es una
dolencia de la cual nos
liberamos muy
lentamente. Y tu amigo
está dando los primeros
pasos para vencer esa
terrible llaga.
Fernando miró para
aquella monedita que
brillaba en su mano con
ojos diferentes y
agradeció la lección que
recibió.
Hizo un cuadro con la
moneda, colocando un
marco y lo colgó en su
cuarto, en un lugar bien
visible, para que nunca
más se olvidase de la
lección.
Un año después, aquel su
amigo ya estaba
plenamente integrado en
el grupo y alegremente
colaborando, muy feliz
de la vida, para espanto
general.
Tía Célia
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