Victoria era una niña
buena, inteligente y
creativa. Aun era
nerviosa y no aceptaba
cuando le impedían hacer
alguna cosa.
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La madre, preocupada por
su seguridad y
bienestar, le alertaba:
- Victoria, no toques
los fósforos. Tú te
puedes quemar.
Y la niña respondía:
- No voy a quemarme,
mamá. ¡Tengo seis años y
ya soy grande!
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La madre lo encontraba
gracioso, abrazaba a la
hija con amor, y
guardaba la caja de
fósforo en lo alto del
armario, donde la
pequeña no podía llegar.
Y así ocurría siempre.
Cuando Victoria jugaba a
las casitas con las
amigas, la madre tenía
que estar siempre atenta
para que no se golpease.
Ahora era un cuchillo
que la niña cogía para
hacer comiditas, ahora
era la plancha que ella
enchufaba para planchar
la ropa; otras veces,
subía en una gran
manguera que había en el
jardín para coger la
manguera y así siempre.
La madre no podía
“descansar” un
minuto.
Y Victoria protestaba,
golpeando el pie,
indignada:
- ¡Mamá! Sé lo que estoy
haciendo. ¡Ya soy
grande!
La madre la cogía en los
brazos y explicaba con
cariño:
- Hija mía, tú aun
tienes mucho que
aprender. Cuando tú
naciste en nuestro
hogar, Dios me hizo
responsable por tu vida.
Mi tarea es cuidar,
educar y protegerte, de
modo que nada malo
ocurra. Como las madres
de tus amiguitas
permitieron que ellas
viniesen a jugar aquí a
la casa, tengo que
cuidar de ellas también.
¿Entiendes?
- Entendí, mamá.
- Bien. Mamá no quiere
hacerlo por mal y no
quiere ser quita
placeres. Cuando tú
crezcas y tengas hijos
vas a entenderlo mejor.
¡Ahora, ve a jugar!
No obstante todo
continuaba como antes.
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Cierto día, Victoria fue
con su madre a hacer
compras. A la vuelta, un
cachorrito de la calle
las siguió.
Tenía el pelo corto,
blanco con manchas
marrones. Parecía
abandonado.
Victoria estaba
encantada.
Adoraba a los perros. ¡Y
aquel era tan pequeño y
desprotegido!
- Mamá, ¿podemos
llevarlo para casa?
- No, Victoria. El tiene
dueño.
- Fue abandonado, mamá. Estoy
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segura. Vamos a
llevarlo. |
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La madre se negaba y la
niña insistía. Charlaban
paradas frente a una
panadería. El dueño, un
simpático portugués,
entro en medio de la
conversación. |
- Quiero que me
disculpe, señora, pero
realmente ese perrito no
tiene dueño. Viene
siempre por aquí porque
acostumbro a darle un
plato de leche.
Victoria, con los ojos
brillando y una sonrisa
radiante, con las manos
juntas, suplicó:
- Ves, mamá, ¿no te lo
dije?
¡Por favor! Vamos a
llevarlo para nuestra
casa. ¡El tendrá un
hogar!
Delante de tanta
insistencia, la madre
acabó estando de
acuerdo.
- Está bien, Victoria.
Con una condición. Que
tú te responsabilices de
cuidar de el: darle la
comida, agua, un baño y
todo lo demás.
La niña estuvo de
acuerdo. Cogiendo al
perrito en los brazos,
lo acarició y dijo:
- Vamos, Bilu. Seré tu
madre y cuidaré de ti.
De ese día en adelante,
Victoria sólo pensaba en
el animalito. Cuidaba de
el con mucho amor.
Cuando ella iba a la
escuela, el quería
acompañarla; cuando ella
volvía, el la esperaba
en el portal, y la
primera cosa que la niña
hacía era abrazarlo.
Pero ella reconocía que
Bilu daba trabajo y
estaba siempre cuidando
de el, vigilando:
- ¡Bilu, no subas al
muro! ¡No comas
porquería del suelo! ¡No
vayas para la calle, un
coche puede cogerte! – Y
así siempre.
Cuando acababa el día,
ella estaba cansada,
pero feliz, por tenerlo
a su lado.
En la víspera del Día de
las Madres, madre e hija
estaban sentadas en el
jardín observando a Bilu
que corría, ladrando
feliz, detrás de una
mariposa. Victoria miró
para la madre y dijo.
- ¡Mamá! Tú me dijiste
que yo sólo entendería
el trabajo que doy
cuando creciese y
tuviese un hijo. No
necesité crecer para
eso. Bilu ya me da mucho
trabajo y preocupación.
¡Es como si fuese mi
hijo!
La madre sonrió
encontrando gracioso el
modo serio de la hija.
Victoria también e
intercambiaron un grande
y cariñoso abrazo,
mientras la niña
exclamaba:
- ¡FELIZ DÍA DE LAS
MADRES, mamá! Aun no
compré tu regalo.
La madre suspiró,
satisfecha, entendiendo
que Dios sabe lo que
hace y que da a cada
uno, en la vida, las
experiencias que
necesita para aprender y
madurar. Su hijita
estaba creciendo y
volviéndose mejor.
- No necesitas comprar
nada, hija mía. Tú ya me
diste el mejor regalo
que yo podría desear:
¡Tú!
Tía Célia
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