Era una época de gran
necesidad.
La sequía destruyó las
plantaciones y no había
trabajo en el campo.
Así, sin poder trabajar
y ganar lo necesario
para el sustento de la
familia, las personas
comenzaron a pasar
hambre.
En la Evangelización
Infantil del Centro
Espírita, hablando sobre
la caridad, la profesora
explicó a los alumnos lo
que estaba ocurriendo y
comentó que muchas
familias no tenían qué
comer.
Sensibilizados, los
niños se dispusieron a
ayudar.
¿Pero, qué hacer?
Después de mucho pensar,
una de las niñas propuso
que hicieran una
recolecta, trayendo cada
alumno
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lo que pudiera.
Después, un día
previamente
establecido,
irían todos
juntos a llevar
los géneros
alimenticios
recogidos para
las familias más
necesitadas. |
El día marcado, los
niños comparecieron
trayendo sus
contribuciones, que
colocaban en un rincón
de la sala de clase.
Muchos trajeron paquetes
enormes y abundantes,
recibiendo aplausos de
los colegas.
Sólo una muchachita,
Beatriz, llegó con un
pequeño paquete
diciendo, avergonzada:
— Disculpe profesora,
pero sólo pude traer
este paquete de sal.
Algunos niños se
burlaron de la
compañera, que dejó su
contribución y volvió
para su lugar, roja de
vergüenza y presta a
llorar.
La profesora puso orden
en la clase pidiendo
silencio. Después,
dirigiéndose a todos,
los reprendió:
— Estoy triste con
vosotros. No es por el
tamaño de la donación
que medimos el esfuerzo
de cada uno. Quién da lo
que puede, está haciendo
bastante. Probablemente,
os hará menos falta a
vosotros el gran paquete
de alimentos que
trajeron que el kilo de
sal para Beatriz.
Hizo una pausa,
evaluando el efecto de
sus palabras y concluyó:
— Además de eso, ¿os
acordáis del pasaje
evangélico denominado
“El Óbolo de la Viuda”
que leímos el otro día?
— ¡Yo lo recuerdo,
profesora! — dijo uno de
los niños. — Es la
historia de una viuda
que fue al templo a
llevar su contribución.
Como era muy pobre, dio
sólo dos monedas y,
viendo que otras
personas daban mucho
dinero, quedó
avergonzada. Pero Jesús,
viendo eso, dije a sus
discípulos que aquella
viuda había dato más que
todas las otras
personas.
— ¡Eso mismo! Tú
demostraste que
aprendiste bien la
lección — dijo la
profesora.
Obligados, los alumnos
burlones bajaron la
cabeza sin decir nada.
Luego enseguida salieron
en banda para visitar a
las familias necesitadas
y fue con satisfacción
que vieron la alegría de
aquellos que recibieron
la ayuda.
volvieron con los
corazones en fiesta,
llenos de íntimo
contentamiento por haber
podido practicar la
caridad.
Al pasar por una calle
del barrio pobre,
alguien recordó que
estaban próximos de la
casa de Beatriz.
Animados, decidieron
hacer una visita a la
amiguita, que la aceptó
satisfecha.
Al llegar, encontraron
una vivienda humilde,
pero muy limpia y
arreglada. La madre de
Beatriz los recibió
gentilmente y les
ofreció un copo de agua
fresca, diciendo
sonriente:
— Es sólo lo que puedo
ofreceros. Me gustaría
hacer un café, pero,
infelizmente, el café se
acabó.
Agradecieron la acogida
y se despidieron,
emocionados, dejando a
Beatriz en el portón.
Marcelo, el niño que
hubo iniciado las
burlas, y que era rico,
estaba bastante
avergonzado.
— Lamento, profesora, mi
actitud en la clase.
¡Ignoraba que Beatriz
fuera tan pobre!
— Por eso, Marcelo,
debemos siempre respetar
a los otros. Ella, como
la viuda de la enseñanza
evangélica, dio lo que
podía y, tal vez, hasta
lo que fuera hacerle
falta. |
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El niño pensó un poco y
consideró:
— Si fuéramos a pesar
las donaciones en una
balanza espiritual, con
seguridad el paquete de
sal de Beatriz no
pesaría sólo un kilo,
profesora, sino tendría
el peso de todas las
donaciones juntas.
A partir de ese día,
Marcelo se hizo más
amigo de Beatriz,
visitándola con
frecuencia y, hasta,
discretamente,
ayudándola siempre que
posible.
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Tía Célia
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