Maria Rita cursaba
secundaria en la escuela
de su barrio.
Como su padre tenía
dinero, ella siempre
llevaba a la escuela
cosas diferentes,
dejando a los otros
alumnos llenos de
admiración y envidia.
Ese día, María Rita
revolvió la mochila
buscando su regla nueva.
Sentado en la cartera a
su lado, Leandro, un
niño pobre, observaba
sin decir nada.
Llena de irritación,
Maria Rita lo acusó,
apuntando con el dedo:
— ¡Fue él, profesora!
¡Fue él quien robó mi
regla nueva!
El niño sorprendido, la
miraba con los grandes
ojos abiertos.
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La profesora paró de
escribir en la pizarra y
advirtió a la niña:
— ¿Cómo puedes decir una
cosa de esas, Maria
Rita?
Golpeando con el pie en
el suelo, la niña
afirmaba, segura:
— Tengo la seguridad,
profesora. ¡Aun ayer lo
sorprendí admirando mi
regla!
El niño confirmó,
tranquilo:
— Es verdad, profesora,
me gustaba ver la bonita
regla colorida de Maria
Rita. Pero no la cogí.
La profesora miró para
la alumna aconsejando:
— No debemos
juzgar a nadie,
Maria Rita, aún
más cuando
no
tenemos
pruebas
de aquello
que
|
afirmamos. Tú
puede haber
dejado la regla
en casa. |
La niña, sin embargo,
continuaba obstinada.
— No. Fue Leandro sí,
tengo seguridad. En la
hora del recreo fue el
último en salir de la
clase y aprovechó el
momento para robarme.
¡Quiero mi regla!
¡Quiero mi regla!...
La confusión se
estableció dentro de la
sala y los otros alumnos
tomaban partido de ese o
de aquel lado.
No valieron consejos y
advertencias,
sugerencias y cuidados.
Para restablecer el
orden, la profesora
decidió examinar las
cosas del chico que, muy
humillado, pero
confiado, se sometió.
Nada encontró. Pero,
como la niña continuara
exigiendo la devolución
de su pertenencia,
resolvió encaminar ambos
para la dirección de la
escuela.
En breve la calma volvió
a la sala de clase,
después de la salida de
los dos protagonistas.
|
Al día siguiente,
Leandro no fue a la
escuela. Dos días
después él volvió pálido
y abatido. Aunque nada
hubieran encontrado en
su poder, la acusación
le había dejado marcas
profundas y el niño
había caído en cama, con
fiebre.
Una semana después,
Maria Rita llegó a la
escuela acompañada de su
madre, que hubo
|
quedado
profundamente
avergonzada del
comportamiento
de la hija al
saber del triste
episodio. Con la
cabeza baja,
Maria Rita
permanecía
callada. Su
madre miró a
toda la clase y
explicó: |
— Mi hija tiene algo que
decir a todos. ¿No es
verdad, Maria Rita?
La chica, colorada de
vergüenza, balbuceó:
— Quiero contar a
vosotros que yo encontré
mi regla.
Un murmullo apagado
agitó la clase. Leandro
sonrió, respirando
aliviado. La niña
continuó:
— Aquel día, al arreglar
mis cosas no noté que la
regla había caído en un
rincón, entre el armario
y el escritorio.
Solamente hoy la criada,
haciendo la limpieza, la
encontró.
Hizo una pausa y,
aproximándose a Leandro,
dijo:
— ¿Podrás perdonarme la
acusación injusta?
¡Estoy tan |
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avergonzada!
Prometo que eso
nunca más va a
ocurrir. Aprendí
ahora que no
debemos juzgar
para no ser
juzgados. |
El niño, sonriente y
aliviado, abrazó a la
compañera afirmando:
— Nada tengo que
perdonar, Maria Rita. Lo
importante es que tú
encontraste la regla y
todo quedó aclarado.
La niña sonrió,
agradecida por la
generosidad del
compañero, y, cogiendo
la regla de la mochila,
consideró:
— Sé que nada puede
borrar el mal que te
causé. Sin embargo, me
gustaría que aceptaras
este recuerdo, pues sé
cuánto la aprecias.
Encantado, Leandro cogió
la bonita regla
coloreada, lleno de
satisfacción, mientras
la clase toda aplaudía,
satisfecha con la
solución del caso.
Tía Célia
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