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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 3 130 – 25 de Octubre del 2009

 
                                                            
Traducción
ISABEL PORRAS GONZÁLES - isy@divulgacion.org

 

El niño de cristal


 

Carlitos era un niño que tenía pocos amigos.

¿Y saben por qué? Porque trataba mal a todas las personas. Se hallaba siempre con todos los derechos y ningún deber de nada.

En los juegos, trataba a los amigos con grosería, criticándolos ásperamente por cualquier error en el juego.

En casa, maltrataba a la madrecita respondiendo sin educación y protestando de todo lo que ella hacía con la mayor dedicación.

En la escuela, respondía con rudeza a la profesora, no respetándola frente a toda la clase.

Pero Carlitos, cuando se trataba de él mismo, de algo que alguien dijera contra él, reaccionaba con sensibilidad exagerada.

Cuando los amigos, la profesora o la madre llamaban su atención por alguna cosa que hubiera hecho equivocado, él quedaba inmediatamente disgustado, agresivo. Y, considerándose víctima, quedaba mal con las personas y no quería hablarles más.

En virtud de ese comportamiento, las personas se apartaban de él.

De esa forma, en poco tiempo, Carlitos estaba solo. No tenía más con quién jugar o con quién hablar. No tenía compañeros para el juego ni para paseos.

Un día, él estaba muy triste sentado en el sofá de la sala, y la madre lo notó, aproximándose cariñosa:

— Carlitos, ¡hace un día tan bonito, mi hijo! ¿Por qué no vas a jugar?

El niño suspiró, y respondió, con los brazos apoyados en las rodillas y las manos cogiendo la cabeza:

— ¿Con quién? ¡Nadie quiere jugar más conmigo!

— Entonces, ve a pasear un poco — sugirió la madre.

Él movió la cabeza desanimado, respondiendo:

— Solo no tiene gracia.

La madre, apenada de la situación del hijo, se sentó a su lado. Con los ojos húmedos de lágrimas, él preguntó:

— ¿Por qué será, mamá, que todos se alejaron de mí? ¡Hasta la profesora no habla más conmigo ni pide que yo haga nada en la clase!

La señora meditó por algunos instantes y respondió:

— Bien, creo que es porque tú eres un niño de cristal.

El chico miró a la madre, sorprendido.

— ¿Niño de cristal?... ¿Como es eso?

— Carlitos, tu eres muy sensible a las críticas ajenas. Nadie puede apuntar el más pequeño error y tú te enfadas. Como el cristal, se quiebra con facilidad, ¿entendiste? Y, por otro lado, no tienes el más pequeño cuidado al tratar a los otros y herirlos con mucha frecuencia.

— ¿Pero cuando los otros cometen errores debemos quedar callados? — se justificó el niño.

— Jesús enseñó que no debemos ver la paja en el ojo de nuestro hermano, cuando tenemos en nuestro ojo una viga. Esto quiere decir, mi hijo, que necesitamos ver primero nuestros defectos y esforzarnos para corregirlos. En cuanto a los otros, no es equivocado ver sus faltas, sino es la manera como hacemos eso. Con cariño y respeto, podemos hasta mostrarles a ellos que están equivocados, pero sin molestar a nadie. ¿Comprendiste?

El chico quedó pensativo durante algunos minutos y después dijo, pesaroso:

— Entendí, mamá. Sólo que ahora ya no tengo amigos.

La madre sonrió comprensiva, afirmando:

— Cambia tu comportamiento. Muéstrales a ellos que tú eres diferente y no tardaran en notar tu cambio. Ten paciencia y da tiempo al tiempo.

— Entendí, mamá. Sólo que ahora ya no tengo amigos.

Carlitos así lo hizo. En la escuela pasó a actuar diferente, tratando bien a la profesora y a los propios compañeros que, al principio lo miraron entre sorprendidos y desconfiados.

En el recreo, Carlitos vio a los amigos jugando con el  balón y se aproximó. Se quedó sentado, observando sólo. No pidió para jugar ni quedó criticando y protestando como hacía antes. Sonría sólo, animando a los jugadores y aplaudiendo, sonriente, cuando el gol surgía.

El tercer día, los amigos hablaron entre sí en voz baja y, después invitaron a Carlitos para participar del juego. Él aceptó, satisfecho, agradeciendo con una sonrisa, lo que dejó boquiabiertos a los compañeros que conocían su comportamiento anterior. Cuando se equivocaba, él pedía disculpas, reconociendo el error.

No tardó mucho, ya lo buscaban en casa para jugar.

La madre preguntó, una semana después:

— ¿Cómo van las cosas, hijo mío?

Con una enorme sonrisa estampada en la cara, él respondió:

—  Muy bien, mamá. Gracias a Jesús y a ti, todo volvió a ser como antes. No soy un niño más de cristal.


 
                                                                   Tía Célia 


 



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Revista Semanal de Divulgación Espirita