La
tempestad
amainada
Jesús
jamás
nos dejó
entregados
a la
propia
suerte,
pues
hasta
en
aquella
hora, en
que la
furia de
las
aguas y
de los
vientos
se
abatía
sobre la
barca,
se
hallaba
presente
en medio de sus
discípulos
“Y
ellos,
dejando
la
multitud,
lo
llevaron
consigo,
así como
estaba,
en el
barco; y
había
también
con él
otros
barquitos.
Y se
levantó
un gran
temporal
de
viento,
y
subieron
las olas
por
encima
del
barco,
de modo
que ya
se
llenaba.
Y él
estaba
en la
popa,
durmiendo
sobre
una
almohada,
y
lo
despertaron,
diciéndole:
¿Maestro,
no será
que
perezcamos?
Y él,
despertando,
reprendió
al
viento,
y dijo
al mar:
Cállate,
aquiétate.
Y el
viento
se
aquietó
y hubo
grande
bonanza.”
–
Marcos,
4:36 a
39.
Los
Evangelios
de Mateo
(8:23 a
27),
Marcos
(4:35 a
41) y
Lucas
(8:22 a
25)
narran
de forma
casi
idéntica
uno de
los
diversos
acontecimientos
excepcionales
que
marcaron
la
presencia
de Jesús
entre
nosotros:
la
tempestad
que él
amainó
en el
mar de
Galilea.
Ese
carácter
extraordinario
fue lo
que,
desde el
inicio,
despertó
la mayor
atención
de todos
para el
hecho,
relacionado
entre
sus
incontables
milagros.
En torno
a él, se
creó una
mezcla
de
curiosidad,
sorpresa
y
misterio.
El
propio
lenguaje
utilizado
por los
evangelistas
sirvió
para
aumentar
su
aspecto
misterioso
e
inusitado,
principalmente
en lo
tocante
a la
reprensión
que
Jesús
hizo a
los
vientos
y al
agua:
“Entonces,
levantándose,
reprendió
a los
vientos
y el
mar, y
siguió
una gran
bonanza”
(Mat.
8:26);
“Y él,
despertando,
reprendió
al
viento,
y dijo
al mar:
Cállate,
aquiétate.
Y el
viento
se
aquietó,
y hubo
gran
bonanza”
(Mar.
4:39);
“Y él,
levantándose,
reprendió
al
viento y
a la
furia
del
agua; y
cesaron
y se
hizo la
bonanza”
(Luc. 8:
24).
A La luz
del
Espiritismo,
sin
embargo,
el
episodio
nada
contiene
de
extraordinario,
sobrenatural
o
milagroso.
Se
trata,
sólo y
tan
solamente,
de uno
de los
muchos
fenómenos
de
efectos
físicos
que él
realizó
y que la
Doctrina
de los
Espíritus
explica
como la
consecuencia
de leyes
que la
humanidad
apenas
comienza
a
desvelar
y a
conocer.
En la
Revista
Espírita
de
febrero
de 1859
(Edicel,
Editora
Cultural
Espírita
Ltda.,
San
Pablo,
Vol. de
1859, p.
89),
Kardec
se
refiere
a
fenómenos
semejantes,
diciendo:
“Es
sobre
todo
necesario
no
perder
de vista
este
principio
esencial,
verdadera
llave de
la
ciencia
espírita:
el
agente
de los
fenómenos
vulgares
es una
fuerza
física
material,
que
puede
ser
sometida
a la
leyes
del
cálculo,
mientras
que en
los
fenómenos
espíritas
ese
agente
es
constantemente
una
inteligencia
que
tiene
voluntad
propia y
que no
se
somete a
nuestros
caprichos”.
Aun hoy,
gran
parcela
de la
humanidad
ignora y
no
comprende
a Jesús,
el
alcance
y la
razón de
su
venida
al mundo
Más
tarde,
en La
Génesis,
demostró
la total
inviabilidad
y falta
de
necesidad
de los
milagros,
aún
cuando
son
atribuidos
a Dios:
“Pero,
en base
de las
cosas
divinas,
tenemos,
para
criterio
de
nuestro
juicio,
los
atributos
mismos
de Dios.
Al poder
soberano
reúne él
la
soberana
sabiduría,
donde se
debe
concluir
que no
hace
cosa
alguna
inútil.
¿Por
qué,
entonces
haría
milagros?
Para
demostrar
su
poder,
dicen.
Pero,
¿el
poder de
Dios no
se
manifiesta
de
manera
mucho
más
imponente
por el
grandioso
conjunto
de las
obras de
la
creación,
por la
sabia
providencia
que esa
creación
revela,
así en
las
partes
más
gigantescas,
como en
las más
mínimas,
y por la
armonía
de las
leyes
que
rigen el
mecanismo
del
Universo,
que por
algunas
pequeñas
y
pueriles
derogación
que
todos
los
prestígitadores
saben
imitar?”
No
obstante,
hasta
aquellos
que
convivían
más de
cerca
con
Jesús se
mostraron
asombrados
en base
de lo
ocurrido:
Y
sintieron
un gran
temor, y
decían
unos a
los
otros:
Más,
¿quién
es este,
que
hasta el
viento y
el mar
le
obedecen”?
- Mar.
8:41.
Aún hoy,
gran
parcela
de la
humanidad
ignora y
no
comprende
a Jesús,
el
alcance
y la
razón de
su
venida
al mundo
y,
principalmente,
el
sentido
del
mensaje
que nos
legó.
En razón
de esa
postura
de
auténtica
indigencia
espiritual,
apela
para su
divinización,
a fin
de
intentar
explicar
la
existencia
de los
dones
sobrenaturales
que le
confiere
y a los
cuales
atribuye
la causa
determinante
de los
extraordinarios
efectos
que era
capaz de
producir,
en
virtud
del
pleno y
absoluto
dominio
que
poseía
sobre
todos
los
elementos
de que
se
compone
el
planeta,
en
virtud
de su
condición
de
Espíritu
de más
alta
categoría
que ya
pisó el
suelo de
este
planeta.
El Libro
de los
Espíritus
esclarece,
en la
cuestión
625, que
Jesús
fue “el
tipo más
perfecto
que Dios
ofreció
al
hombre
para
servirle
de guía
y de
modelo”.
Esa
información,
aliada a
aquellas
otras
que
hablan
de la
jerarquía
de los
Espíritus,
principalmente
las que
se
encuentran
en las
anotaciones
que
siguen a
la
cuestión
113,
permiten
la
formulación
de la
explicación
lógica
para el
fenómeno,
principalmente
en razón
de la
reconocida
actuación
de los
Espíritus
sobre la
naturaleza,
conforme
la
lección
de la
Espiritualidad
Superior,
en los
términos
de las
preguntas
536 a
540 de
la misma
obra.
Todos
los
habitantes
del orbe
hacen,
periódicamente,
travesías
semejantes
a
aquella
que, un
día, los
discípulos
hicieron
en
compañía
de
Jesús.
Pero, la
mayoría
no
consigue
ver en
ella
sino su
lado
material
y
aparente:
un barco
yendo de
un
margen
para el
otro
de un
lago, de
un río o
de un
tramo
del mar.
Pocos ya
notaron
que esa
travesía
significa
la
propia
existencia
terrena
del ser
humano,
con sus
dificultades,
luchas y
percances
naturales,
verdaderas
tempestades
que,
muchas
veces,
caen
sobre
los
incautos
y
desprotegidos
viajeros.
La mayor
parte
del
ministerio
de Jesús
fue
ejercida
en las
cercanías
del lago
de
Genesaret
o mar de
Galilea
Los
discípulos,
a pesar
de la
presencia
física
de
Jesús,
tampoco
asimilaron
y no
entendieron
el
verdadero
sentido
de aquel
pasaje
para el
otro
lado del
mar de
Galilea
y,
delante
de la
tormenta,
se
mostraron
impotentes
y
temerosos,
aunque
fenómenos
de
aquella
naturaleza
fueran
comunes
en el
lugar,
con los
cuales
se
hallaban
más que
habituados.
De la
cuna al
túmulo,
del
túmulo a
la cuna,
existe
un guión
sistemático
e
inmutable,
traducido
en el “naitre,
mourir,
renaitre
encore y
progresser
sans
cesser
telle
est la
loi”
(nacer,
morir,
renacer
aún y
progresar
siempre
esta es
la ley).
Son
travesías
que
nadie
escapa,
como
consecuencia
natural
de la
ley de
causa y
efecto y
de la
justicia
divina,
en los
términos
de la
advertencia
de Jesús
contenida
en el
Evangelio
de
Mateo: “Porque
el Hijo
del
hombre
vendrá
en la
gloria
de su
Padre,
con sus
ángeles:
y
entonces
dará
cada uno
según
sus
obras”.
- 16:27
La mayor
parte
del
ministerio
de Jesús
fue
ejercido
en las
cercanías
del lago
de
Genesaret,
o mar de
Galilea,
en cuya
proximidad
se
localizaban,
entre
otras,
las
ciudades
de
Cafarnaún,
Magadã o
Magdala,
Betsaida,
Corazim
y
Gadara.
Volviéndose
como
referencia
sus
propias
palabras
- “No
necesitan
de
médico
los
sanos,
pero,
sí, los
enfermos”,
Mat.
9:12 -
puede
deducirse
que los
habitantes
de
aquella
región
eran los
más
necesitados
de su
auxilio,
no
obstante
las
dificultades
naturales
en
asimilar
sus
lecciones
y
ejemplos.
La
elección
de la
travesía
marítima,
aparentemente
innecesaria
o
consecuencia
de un
mero
capricho
suyo, y
la
tempestad
que,
luego a
continuación
se
levantó
delante
de la
barca,
probablemente
provocada
por él
en
virtud
de su
ascendencia
y
superioridad
sobre
los
elementos
de la
naturaleza,
fueron
episodios
usados
para
probar
la fe de
los
discípulos,
en razón
del
espectáculo
aterrador
que un
fenómeno
de tal
orden
normalmente
acarrea.
El
resultado,
conforme
se ve en
las
narraciones
evangélicas,
no fue
de los
más
animadores.
Sus más
asiduos
y
próximos
compañeros
dieron
un
elocuente
testimonio
de que
aún no
habían
aprendido,
tanto
como
nosotros
tampoco
aun no
aprendemos,
a
enfrentar
las
tempestades
de la
vida y
se
revelaron
poco
preparados
y
desesperados
delante
de los
obstáculos
y
dificultades
característicos
de la
existencia
terrena,
exclamando:
“¿Maestro,
no será
que
perezcamos”?
- Mar.
4:38.
Su
respuesta,
antes de
reprender
a los
vientos
y el
mar, fue
en el
sentido
de
cuestionarlos
acerca
de su
fe: “Por
qué
teméis,
hombres
de poca
fe”-
Mat.
8:26.
Eso, en
verdad,
significa
que él
jamás
los dejó
entregados
a su
propia
suerte,
pues
hasta en
aquella
hora, en
que la
furia de
las
aguas y
de los
vientos
se
abatía
sobre la
barca,
se
hallaba
presente
en medio
de
ellos.
Sólo una
condición
fue
impuesta
para que
el
Consolador
habite
en
nosotros
y esté
con
nosotros:
la
fidelidad
a las
enseñanzas
de Jesús
Lo mismo
ocurre
con
nosotros.
En época
alguna
de
nuestras
tumultuosas
y
delictuosas
existencias,
el
Mesías
nos
relegó a
nuestro
propio
destino.
Prometió
estar
siempre
junto a
nosotros,
nos
trazó un
camino y
un
guión,
de los
cuales
infelizmente
nos
alejamos
y
creamos
las
tempestades
que no
sabemos
enfrentar
y
vencer.
Esa
presencia,
siempre
constante
en el
mensaje
evangélico
que los
hombres
insistieron
en no
conocer
o
desvirtuar,
se hizo
más
efectiva
a
mediados
del
siglo
pasado,
cuando
se
cumplió,
gracias
al
trabajo
hercúleo
de
Kardec,
la
promesa
contenida
en el
Evangelio
de Juan:
“Si
me
amáis,
guardaréis
mis
mandamientos.
Y yo
rogaré
al
Padre y
él os
dará
otro
Consolador,
que
quedará
con
vosotros
para
siempre.
El
Espíritu
de
Verdad,
que el
mundo no
puede
recibir,
porque
no lo ve
ni lo
conoce;
pero
vosotros
lo
conocéis,
porque
habita
con
vosotros,
y estará
en
vosotros.
Pero
aquel
Consolador,
el
Espíritu
Santo,
que el
Padre
enviará
en mi
nombre,
ese os
enseñará
todas
las
cosas, y
os hará
recordar
todo
cuánto
os he
dicho”
- Ju.
14: 15 a
17 y 26.
Sólo una
condición
fue
impuesta
para que
el
Consolador
habite
en
nosotros
y esté
con
nosotros:
la
fidelidad
a las
enseñanzas
que
Jesús
nos
legó, lo
que
implica,
fatalmente,
el
aumento
de
nuestra
confianza
y la
adquisición
de una
fe
inquebrantable,
por
cuanto
es
calcada
en la
razón y
en la
lógica,
factores
indispensables
a
nuestra
evolución
ético-espiritual.
Fue por
eso que,
después
de
dialogar
con
Tomás y
Felipe,
que se
revelaban
frágiles,
inconstantes
e
ignorantes,
tanto
cuanto
casi
toda la
humanidad,
él les
respondió
y
respondió
a todos
los que
aún se
colocan
en el
grupo de
los
hombres
de poca
fe
que:
“En la
verdad,
en la
verdad,
os digo
que
aquel
que cree
en mí
también
hará las
obras
que yo
hago, y
las hará
mayores
que
estas,
porque
yo voy
para mi
Padre” -
Jo.
14:12.
Tempestades,
truenos,
vientos
y
huracanes,
tormentas
y
borrascas
de toda
suerte
integran
el día a
día del
habitante
del
planeta.
Casi
siempre
son el
resultado
de su
acción
en el
pasado,
próximo
o
remoto,
en razón
de lo
inevitable
de la
ley de
causa y
efecto.
En El
Cielo y
el
Infierno,
Allan
Kardec
enfrenta
la
cuestión
en el
Código
Penal de
la Vida
Futura,
cuyas
normas
están
sintetizadas
en tres
principios:
“1º. El
sufrimiento
es
inherente
a la
imperfección.
2º. Toda
imperfección,
así como
toda
falta de
ella
venida,
trae
consigo
el
propio
castigo
en las
consecuencias
naturales
e
inevitables:
así, la
dolencia
castiga
los
excesos
y de la
ociosidad
nace el
tedio,
sin que
haya
menester
de una
condena
especial
para
cada
falta o
individuo.
3º.
Pudiendo
todo
hombre
liberarse
de las
imperfecciones
por
efecto
de la
voluntad,
puede
igualmente
anular
los
males
consecutivos
y
asegurar
la
futura
felicidad.
Cada uno
según
sus
obras,
en el
Cielo
como en
la
Tierra:
tal es
la ley
de la
Justicia
Divina.”
(Obra
citada,
item
33.)
De ahí
se
entiende,
pues,
que, en
la
medida
en que
el
hombre
evoluciona,
transformará
su
travesía
en una
tarea
más
suave, y
el
peligro
de ser
tragado
por la
olas que
se
levantan
delante
de él
disminuirá
progresivamente.
Esa
tarea
solamente
podrá
ser
realizada
y su
finalidad
solamente
será
alcanzada
cuando
el
Evangelio
se
transforme
en su
principal
código,
cuya
regla
áurea,
básica,
indispensable
y
absoluta
es y
será
siempre
el amor.
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