Hay entre las
personas quien
no acepta la
llamada ley de
causa y efecto y
atribuye las
amarguras de la
vida a la obra
del acaso.
Pensar así
equivale a no
creer que existe
Dios y admitir
que estamos
todos inmersos
en algo que no
presenta la
mínima sabiduría
o cualquier cosa
parecida con lo
que
entendemos sea
la misericordia,
ya que el mundo
nos presenta
cada momento
situaciones
desesperantes,
que harían secar
nuestra fe si no
pudieran recibir
una explicación
racional a la
luz de las
enseñanzas de
Cristo.
Veamos el
ejemplo
siguiente.
El muchacho
nació en la zona
rural, hijo de
un pequeño
agricultor. No
conoció en la
infancia y en la
juventud las
acritudes de la
vida. Pero, una
vez casado, vio
al padre
obligado a
disponer de su
tierra,
en el transcurso
de cosechas que
no rindieron y
de los intereses
bancarios
exagerados, y,
como en un pase
de mágica, todos
los de su
familia pasaron
de ser
labradores
autónomos, a la
condición de
asalariados.
Algún tiempo
después, helo en
una hacienda de
caña de azúcar.
La existencia
difícil era
compensada por
un hogar donde
cinco hijos
pequeños le
traían la
alegría de
vivir. Fue
entonces que, en
un momento
fatídico e
inesperado, un
ligero descuido
en la labranza
lo hizo perder
el brazo derecho
y, así pues, su
instrumento de
trabajo, como
servidor
agricultor que
era.
No es preciso
decir que su
patrón no tomó
conocimiento del
hecho, y el
humilde servidor
de la granja
tuvo que
abandonar la
hacienda,
buscando en una
ciudad mayor una
oportunidad de
sobrevivir y
mantener a la
familia, aunque
sin empleo y sin
nadie a quién
recurrir.
El lector sabe
cual ha sido el
destino de esas
personas. Claro
que, en el caso
de arriba, que
es un hecho que
realmente
ocurrió, la
pareja y los
cinco hijos
fueron a parar a
la periferia de
una gran ciudad,
más precisamente
en una de las
chabolas que la
cercan, y fueron
personas
bondadosas
de aquel rincón
que, condolidas
con aquel cuadro
inusitado, le
proporcionaron
la edificación
de una barraca
sencilla, hecho
con restos de
madera, plástico
y cartón, donde
la familia pasó
a vivir, dando
inicio a una
fase más – una
fase de nuevas
dificultades –
en su corta
existencia en la
Tierra.
Fue de ese modo
que algunas
personas
conectadas a la
asistencia
social espírita
lo conocieron.
El muchacho se
dedicaba ahora a
recoger papeles
y a limpiar
terrenos y
patios, con lo
que reunía
algunos parcos
recursos,
claramente
insuficientes,
para alimentar y
vestir a sí
mismo y a los
hijos.
Rememoremos el
caso.
Primero, perdió
la propiedad
rural, que
simbolizaba la
solidez y la
seguridad de sus
padres y de él
mismo. Enseguida
perdió parte de
su propio cuerpo
y con él, el
empleo. Ahora,
iniciaba una
vida nueva,
aceptando con
paciencia y
resignación
vicisitudes
duras que él,
con
certeza, ignora
por qué tocaron
a su puerta,
pero que le
produjeron
beneficios
incalculables y
duraderos,
considerándose
la
transitoriedad
de esos
percances en
base a la
grandeza de la
vida espiritual,
que es eterna.
Las vicisitudes
de la vida –
enseña el
Espiritismo –
tienen dos
fuentes
distintas. Unas
tienen su causa
en la existencia
actual, otras
fuera de ella.
En cualquier
caso, tienen
siempre una
finalidad justa
e importante.
“Nada en el
mundo se hace
sin un objetivo
inteligente y
cada cosa tiene
su razón de
ser”, enseñan
los inmortales.
Pensar lo
contrario es
admitir el acaso
o lo que es
mucho peor,
equivale a
imaginar que
Dios no es más
de un padre
caprichoso que
se engrandece
con el
sufrimiento de
los hijos,
mientras otros
disfrutan la
vida
aparentemente en
la mayor
ventura.
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