Un grupo de chicos
decidieron ir a nadar a
una pequeña laguna que
existía en las
inmediaciones de la
ciudad. La tarde estaba
caliente y el sol
subido. Aquella pequeña
laguna, en medio de la
vegetación y a la sombra
de las copas de los
árboles, surgía como un
refugio natural en un
día tan ahogado, además
de dulcemente tentador.
Estaban en medio de los
juegos, ya refrescados
por el agua fría y
limpia que chorreaba de
una mina, cuando oyeron
un sonoro: cuac... cuac...
Quedaron escuchando.
Nuevamente oyeron: cuac...
cuac...
Chicos inquietos e
impacientes, cansados de
los juegos en el agua,
decidieron buscar el
lugar de donde venía el
ruido, ¡hasta que lo
hallaron! En medio de un
monticulo de hojas allá
estaba él.
— ¡Un sapo! – exclamaron
los niños en unísono,
sorprendidos.
Verde y pintado, con
grandes ojos saltones,
apoyándose en las dos
patitas delanteras, él
surgió a los ojos de los
niños.
— ¡Vamos a cogerlo! –
gritó uno de ellos.
— ¡Vamos a torturarlo! –
exclamó otro.
— ¡Vamos a matarlo! –
gritó otro, más audaz.
Ricardo, sin embargo, de
corazón sensible y
generoso, miró al
animalito que,
presintiendo el peligro,
había quedado inmóvil en
el suelo. Percibió que
el sapito lo miraba con
aquellos inmensos ojos
redondos, inclinando
levemente la cabeza como
se pidiera socorro.
Los chicos ya se
aproximaban, uno con un
palo en la mano,
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otro con una
piedra.
Conciliador,
Ricardo impidió
que los niños
atacaran al
sapo, diciendo: |
— ¡Dejad al pobrecito en
paz! ¿No notáis como
está asustado? Yo voy a
bucear. ¿Quién me
acompaña?
El sapo aprovechó la
distracción de los
chicos y, a saltos, se
sumergió en las hierbas.
Ricardo era un chico muy
pobre. Su madre, viuda y
sólo, luchaba con
bastante dificultad para
sostener la familia. Una
parte del día él iba a
la escuela para aprender
y quedar instruido;
quería progresar en la
vida para poder ayudar a
su familia.
Por otra parte, él hacía
pequeños servicios para
ganar algún dinero y
poder colaborar en las
ayudas domésticas.
Algunos días después,
Ricardo volvía del
trabajo, cansado y
sudoroso. El día fue
excepcionalmente
caliente, el aire estaba
caliente y no soplaba ni
una ligera brisa.
Pasando próximo a la
laguna, yendo para casa,
él decidió parar un poco
para refrescarse. Se
sentó al margen y,
quitándose los zapatos,
colocó los pies dentro
del agua. Suspiró
satisfecho. Se inclinó
para mojar las manos y,
en eso, la moneda que
traía en el bolsillo
resbaló y cayó dentro de
la laguna.
Afligido, el chico se
quitó rápidamente la
ropa y buceó buscando su
pequeño tesoro. No podía
volver para casa sin
aquella moneda. Había
trabajado toda la tarde
para ganar aquel dinero.
Había quitado agua del
pozo, había barrido el
patio y había cuidado de
las gallinas y de los
cerdos. Todo eso le
había valido aquella
linda y brillante
moneda, y su madre
necesitaba de ella.
Ricardo buceó una, dos,
tres, cinco veces
buscando localizar su
tesoro. ¡Pero, nada!...
El fondo de la laguna
estaba compuesto de
arena y piedras, y, con
certeza, la moneda había
desaparecido ya.
Exhausto, el chico salió
del agua y permaneció
sentado al borde de la
laguna, triste y
melancólico. Tendría que
volver al hogar con las
manos vacías.
Sentado, con la cabeza
apoyada en los brazos,
Ricardo meditaba, cuando
oyó a su lado un solemne
y sonoro: cuac...
cuac...
Levantó la cabeza y, con
infinito asombro, vio a
su lado al sapo. En la
hierba, brillaba, aún
húmeda, su linda moneda.
Con el corazón lleno de
emoción, él miró
cariñosamente a aquel
pequeño ser que lo
miraba fijo, con los
inmensos ojos saltones.
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Sonrió
satisfecho y,
cosa extraña,
tuvo la
impresión de
que, abriendo la
enorme boca, el
sapo había
sonreído para
él.
Agradecido, lo tocó con
la mano, alisándole con
suavidad la espalda
escurridiza. Enseguida,
el sapito desapareció de
su vista a saltos, con
un cuac, cuac... a
guisa de despedida. |
Reconfortado, Ricardo
volvió a su hogar
meditando en los
consejos que su padre,
ahora desencarnado, le
daba, comentando las
enseñanzas de Jesús:
— Haz a los otros todo
aquello que te gustaría
que ellos te hicieran,
hijo mío, porque todo el
bien y todo el mal que
realizamos vuelve
siempre para nosotros
mismos.
Tía Célia
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