Luisito, un niño amoroso
e inteligente, estaba
siempre feliz.
Jugaba todos los días
con Carmina, su vecina.
Ambos tenían seis años,
les gustaba estar
juntos, pero no siempre
se entendían, pues
pensaban de manera
diferente.
En cuanto Luisito vivía
alegre y en paz, Carmina
se mostraba exigente,
egoísta y malhumorada.
Cuando Carmina quería
jugar a las casitas,
Luisito estaba de
acuerdo rápido,
satisfecho. Pero cuando
Luisito sugería un juego
o jugar con la pelota,
Carmina no lo aceptaba, sintiéndose
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enfadada. Siendo
tranquilo y
sensato, Luisito
acababa estando
de acuerdo con
la amiga. |
Cierto día, ellos
estaban jugando en la
casa de Carmina, cuando
la madre de ella llamó:
— ¡Niños, entrad y
lavaros las manos para
tomar la merienda!
Obediente,
inmediatamente Luisito
paró lo que estaba
haciendo y fue a atender
la orden. Carmina,
irritada, se levanto de
mala gana:
— ¿Justo ahora que
estamos jugando, mamá?
¡No quiero lavarme las
manos y no quiero comer!
El niño cogió la mano de
la amiguita y la llevó
para la cocina. Delante
de la mesa puesta, donde
un lindo y apetitoso
pastel los esperaba,
Luisito dijo:
— Ves, Carmina, que
merienda más buena
preparó tu madre para
nosotros. Vamos al aseo
a lavarnos las manos.
Carmina fue casi a
rastras. Después, ellos
se sentaron alrededor de
la pequeña mesa,
mientras doña Diva
servía la leche con café
y cortaba el pastel,
dando un trozo a los
niños.
Luisito tomó la leche y
comió el trozo de pastel
con satisfacción,
mientras Carmina se
quejaba:
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— Me gusta más aquel
otro pastel, mamá. Aquel
todo de chocolate
cubierto por encima.
— ¡Carmina, el pastel
que tú madre hizo está
delicioso! ¿Doña Divina,
puede darme un trozo
más? – dijo el niño.
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Con una sonrisa, la
señora cortó el trozo de
pastel y, cuando lo
servía, dijo: |
— Luisito, yo noto que
tú eres muy diferente de
mi hija. Estás siempre
alegre, satisfecho,
nunca te vi protestar
por nada. ¿Por qué?
El niño pensó un poco e
inclinando la cabecita,
respondió:
— Es porque aprendí con
mí madre que debemos
siempre ser agradecidos
a Dios por todo lo que
él nos da.
Siempre en contra,
Carmina replicó:
— ¡¿Ah, si?! ¿Y qué es
lo que Dios nos ha dado?
— ¡Todo! – respondió el
chico, con serenidad
— ¿Todo?...
Y, delante de Carmina,
con la boca abierta, él
explicó:
— Sí. ¿Quién fue que nos
dio la vida? ¿Y nuestro
cuerpecito que nos lleva
donde deseamos? ¿Y
nuestra familia? ¿El
amor del papá y de la
mamá? Y este día tan
bonito, y este pastel
tan bueno, y…
— ¡Pero yo siempre tuve
todo eso! – respondió la
otra.
— Siempre tuviste porque
el Padre del Cielo te lo
dio. Imagina tu vida sin
todas esas cosas,
Carmina.
Doña Diva estaba
encantada. Notó que
había mimado mucho a su
hija, lo que la había
impedido valorar las
cosas buenas que
recibía, considerándolas
derecho suyo.
— Luisito tiene razón,
hija mía. ¿Tú pensaste
en los niños que nacen
ciegos? ¿O que no pueden
andar?
Carmina quedó pensativa.
El niño estuvo de
acuerdo con la señora
— Tú madre tiene razón,
Carmina. ¿Te acuerdas de
aquella vez que estuve
en cama por algunos días
y no pude jugar contigo
ni ir a la escuela?
— Me acuerdo.
— Era porque yo estaba
con hepatitis, una
dolencia grave. Tenía
ganas de levantarme de
la cama, de jugar, de ir
a la escuela, y no
podía. Estuve rebelde,
nervioso. Mamá,
entonces, me explicó que
después yo iba a
mejorar, si hacía el
tratamiento bien. Cuanto
más colaborase yo, más
deprisa estaría bueno
yo. Que mis protestas,
mi mal humor y mis
lágrimas no iban a
ayudar en nada; al
contrario, sólo iban a
empeorar mi estado.
Carmina estaba
sorprendida. Luisito
paró de hablar, después
concluyó:
— Mamá me hizo ver todo
lo bueno que Dios me
había dado y que yo no
apreciaba. Desde ese día
en adelante empecé a
valorar más la salud,
nuestro cuerpo, la
familia y un montón de
otras cosas de las
cuales no nos damos
cuenta.
Carmina entendió que su
amiguito tenía razón.
Con una sonrisa en el
rostro, miró para la
madre y dijo:
— Mamá, he sido una hija
muy tonta, ¿no? Voy a
cambiar. Quiero ser como
mi amigo Luisito. Tu
pastel está delicioso.
¿Me puedes dar un trozo
más?
Tía Célia
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