La sociedad
terrena se
encuentra
sumergida en una
situación muy
difícil.
A un sólo tiempo
los órganos de
comunicación nos
muestran
personas que
mueren en la
miseria en
diversos países
del planeta,
multitudes
víctimas por
flagelos
naturales
incontables,
niños sin
acogida, jóvenes
que parten de
este mundo
después de un
aborto
fracasado,
políticos
encontrados con
el dinero de la
corrupción,
oculto hasta en
los calcetines,
y, por fin, la
búsqueda de la
legalización de
la eutanasia en
países como
Holanda, como el
lector pudo
leer, la semana
pasada, en la
sección de
Cartas de esta
revista.
Si añadiéramos a
eso las
tribulaciones
personales,
veremos más: el
drama de los que
se encuentran
desempleados,
los jóvenes que
buscan en las
drogas o en el
suicidio la
solución para
sus dilemas y la
suspensión de
pago moral de
los tiempos
modernos,
que engendra el
crimen, la
violencia, la
corrupción y la
desesperación,
incluso en un
país como el
nuestro, rico
por naturaleza y
donde el pueblo
se llama
garbosamente
adepto del
Cristianismo.
Al final,
¿quiénes somos?
Como Kardec dijo
cierta vez, si
la Humanidad
fuera
considerada
solamente por el
ángulo de la
vida en el
planeta Tierra,
se podría
concluir que la
especie humana
triste cosa es.
Sería cómo si
analizáramos la
población de una
gran ciudad
teniéndose en
cuenta solamente
los
enfermos de un
hospital o los
detenidos de una
penitenciaria.
Ahora, una
ciudad no se
limita a los que
viven en los
referidos
lugares, sino es
la reunión de
todos los
elementos que la
componen: los
enfermos, los
criminales, las
personas sanas,
los pobres, los
ricos, los
viejos, los
jóvenes y los
niños.
De ese modo, así
como en una
penitenciaria no
se encuentra
toda la
población de la
ciudad, la
Humanidad no se
halla
enteramente en
la Tierra. Los
Espíritus no
pertenecen
exclusivamente a
nuestro orbe.
Existen muchas
moradas en la
casa del Señor,
conforme Jesús
insistió en
revelarnos, y
todas ellas son
necesarias para
nuestro
progreso.
En el mundo en
que vivimos
ocurre lo que
muchos llaman
como extraña
paradoja. El
avance
científico
extraordinario
de los últimos
cien años
coincidió con la
eclosión de dos
guerras
mundiales
y con el estado
de alerta
permanente de
los pueblos que
temieron por
mucho tiempo,
con razón, el
advenimiento de
una tercera gran
guerra, que
ciertamente
sería la última.
La contradicción
apuntada por
algunos es, sin
embargo, falsa,
porque el
planeta siempre
estuvo envuelto
en guerras.
Estas han
marcado la
historia de los
pueblos. Como el
progreso
científico
verificado en el
globo no fue
acompañado de un
equivalente
progreso moral,
se tiene la
impresión de que
se verifica en
la Tierra
un proceso de
involución o
retroceso,
cuando lo que
ocurre es,
efectivamente,
una revolución,
derivada de los
siglos de
tortura,
persecuciones,
explotación y
muerte, cuya
finalidad es
limpiar el
terreno para las
futuras
generaciones
comprometidas
con la paz y la
justicia social.
En ese sentido,
debemos tener
siempre en mente
estas palabras
de Jesús: “Bien-aventurados
los mansos,
porque ellos
heredarán la
tierra”
(Mateo 5:5).
Nunca será
demasiado
repetir que la
muerte y la
reencarnación
establecen un
sistema de
cambios entre el
plano material y
el plano
espiritual.
La muerte se
lleva de aquí,
todos los días,
las generaciones
implicadas con
el vieja
orden. La
reencarnación
trae de nuevo a
la escena a los
seres que,
habiendo por
aquí pasado
incontables
veces, vuelven
con nuevas ideas
y ánimo
redoblado en el
sentido de
establecer el
reino de Dios en
la Tierra.
Es necesario,
con todo, que
las ideas
materialistas,
fortalecidas por
el materialismo
de los que se
llaman
cristianos, no
concursen para
el efecto
contrario, que
sería la
destrucción en
vez de la
preservación de
esta morada
acogedora que da
el alimento y el
amparo a todos
los que la
buscan con
espíritu de
tolerancia,
trabajo y
solidaridad.
El estado de
hambre y penuria
en que viven
muchos pueblos
es un fenómeno
antes moral que
económico, ya
que nadie ignora
que los recursos
aplicados en el
arte de la
guerra son más
que suficientes
para erradicar
la miseria e
implantar las
escuelas de que
el mundo carece.
No debemos
llegar,
obviamente, al
punto de
solamente ver
las cosas del
cielo. En todo,
el término medio
es sinónimo de
bueno sentido.
Pero no dejemos
que la visión
estrecha de la
vida, ese
materialismo
desenfrenado que
nos consume,
aniquile las
posibilidades
inmensas que se
encuentran a
nuestra
disposición para
nuestro
crecimiento en
el rumbo del
infinito, el
cual nos aguarda
a todos,
queramos o no,
sea cuál sea la
concepción que
hayamos de la
vida.
|