Armindo era un niño que
estaba siempre irritado.
No tenía paciencia con
nada.
Vivía protestando por
todo: el almuerzo que no
estaba preparado a su
hora, la fila del
autobús que tenía que
esperar para ir a la
escuela, la tarea que
necesitaba hacer.
Por esa razón estaba
siempre con la cara fea
y embrutecida.
Un día su madre le dijo:
— ¿Alguna vez tú te
miraste en el espejo
cuando estás enfadado?
Armindo respondió,
intrigado:
— No. ¿Por qué?
— Cuando estés enfadado,
mírate en el espejo y
tendrás una sorpresa,
hijo mío — aconsejó la
madre con una sonrisa.
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Cierta mañana en que
Armindo se había
levantado
particularmente de
malhumor, él se
acordó de lo que la
madre le había
sugerido y se miró
en el espejo. No que
no se mirase en el
espejo todos los
días, pero aquel día
lo hizo con más
atención.
Se llevó un susto.
¡Aquella cara de
coraje, de facciones
cargadas, boca
contraída y ojos
rojos, no podría ser
la suya!
¡Qué horror! ¡Qué
feo estaba!
Sentándose
para tomar
el café
de la
mañana, contó a la
|
madre lo que ocurrió
y ella afirmó con
gravedad: |
— ¿Estás viendo, hijo
mío, lo que significa
nuestro pensamiento?
— ¿Pensamientos? –
preguntó el niño sin
entender.
— Sí, hijo mío. Tú
rostro no es feo. Es que
en aquel momento él
reflejaba tu
pensamiento, tus
disposiciones íntimas,
como el espejo hace con
tú imagen.
Para completar la
lección, llevó al chico
cerca del espejo y le
dijo:
— Piensa en algo
agradable o alguna cosa
que a ti te guste mucho.
Armindo pensó...
pensó... y encontró:
— ¿Algo que a mí me
guste mucho? ¡Ah! Ya sé.
Me acordé de aquel
perrito que yo vi el
otro día y que papá
prometió darme. ¡Él es
tan bonito! ¡Tan
blandito!
En ese momento la
madre colocó a
Armindo enfrente del
espejo. El cambio
fue total. Era otro
rostro, sereno,
radiante de
felicidad y ojos
brillantes que lo
contemplaban.
A partir de ese día,
todas las veces que
Armindo iba a
irritarse por alguna
cosa, o perder la
paciencia por una
tontería cualquiera,
se acordaba de la
lección del espejo y
buscaba controlarse. |
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Al inicio no fue fácil.
Él se dominaba con
dificultad. Con el paso
de los días, sin
embargo, los resultados
no se hicieron esperar y
pasó a sentir un
bienestar muy grande en
su interior.
En poco tiempo Armindo
era un chico
completamente diferente.
Simpático y afable, él
trataba a todos con
gentileza y estaba
siempre con una sonrisa
en los labios.
Y cuando alguien a su
lado perdía la paciencia
o quedaba enfadado por
cualquier motivo él
alertaba sonriente:
— ¡Cuidado! ¡Recuerda la
lección del espejo!