A la vera de un río
existía un pequeño árbol
muy vanidoso y
consciente de su
belleza.
Era un árbol trompeta
amarillo.
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Cuando su tronco largo y
estrecho comenzó a
desarrollarse, creciendo
flexible, y las primeras
hojas empezaron a nacer
verdes y brillantes, él
se llenó de admiración.
Pero cuando en la
primavera las primeras
flores se abrieron, el
pequeño Ipê se dejó
envolver por el orgullo
y por la vanidad.
Cerca de
de allí,
distante sólo
algunos metros,
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vivía un gran
Jequitibá. Su
tronco era
grueso, fuerte y
nudoso. Las
marcas en su
tronco hablaban
de las
experiencias que
había tenido y
de las
dificultades que
había enfrentado
en la vida. |
El pequeño Ipê, engreído
y arrogante, lo miraba
con desprecio, haciendo
comparaciones entre su
juventud y la vejez del
respetable Jequitibá.
— ¡Tú estás viejo y
feo! ¡Mira como tus
hojas están opacas y
descoloridas! Yo no. Soy
joven y bello, mis hojas
lisas y brillantes. ¡Tú
ya ni floreces más! ¡Yo,
al contrario, encanto a
todos con mi amarillo
color del sol!
El viejo Jequitibá lo
miraba sereno, como si
estuviera delante de un
niño querido, sin
embargo sin educar, y
decía:
— Cuidado, belleza no es
todo. La vida es
excelente maestra y tú
tendrás que vivir mucho
aún, mi joven y
petulante amigo. Nada
como un día detrás del
otro...
El tiempo fue pasando.
Cierto día, los árboles
oyeron un ruido extraño.
Era el estruendo de un
trueno.
El pequeño Ipê se
asustó. Nunca antes
había oído un trueno.
¡En verdad, ni siquiera
sabía lo que era un
trueno!
Había llegado el tiempo
de las aguas. Las nubes
se fueron acumulando en
el cielo, cada vez más
oscuras y aterradoras.
Un viento fuerte comenzó
a soplar amenazando
tempestad.
En ese momento pasó
volando un pajarito
asustado, pidiendo
socorro. Aterrado y
luchando para mantenerse
de pie, el pequeño Ipê
le gritó:
— No puedo. ¡Ves,
necesito salvarme a mí
mismo!
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Pero el Jequitibá,
amable, lo invitó:
— Escóndete aquí en mis
hojas y estarás seguro.
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Después pasó un conejo
saltando, gritando:
— ¡Mi amigo, socórreme!
Y el Ipê no pudo
ayudarlo por ser muy
débil. Pero el generoso
Jequitiba le habló con
cariño:
— Existe un agujero en
mi tronco. Entra y
escóndete.
En poco tiempo, el gran
Jequitibá tenía bajo su
protección una montaña
de animales: ardillas,
monos, conejos,
pajaritos, guacamayos y
hasta un perezoso.
Después, gruesss gotas
de lluvia comenzaron a
caer, y llovió mucho. El
agua del río creció
terriblemente, inundando
el margen y llevando
todo lo que encontraba
en el camino.
Las tierras en los
márgenes del río
amenazaban desbordarse y
el pequeño y frágil Ipê
se sintió perdido.
Las aguas agitadas
bañaban las raíces y él
notó que sería arrancado
del suelo y arrastrado
por la violencia de la
corriente. Entre
despechado y
atemorizado, tuvo que
gritar por ayuda:
— ¡Socorro, viejo
Jequitibá! ¡Las aguas
están llevándome!
Y el Jequitibá, que era
muy bueno y generoso,
bajó sus ramas,
gritando:
— Cógete fuerte a mí.
Nada te ocurrirá. ¡No
tengas miedo!
Y el pequeño Ipê se
agarró a las ramas
fuertes del viejo árbol
y se sintió muy seguro.
Cuando la tempestad pasó
y el sol volvió a
brillar, después de
muchas horas, el
Ipezinho despertó.
Viendo que estaba bien,
sano y salvo, agradecido
y avergonzado, confesó:
— Tú fuiste muy bueno
conmigo, ayudándome en
un momento de peligro.
He sido orgulloso y
malo. Disculpa mi
comportamiento
insensato. Ahora
reconozco que sin tú
fuerza y experiencia yo
no habría sobrevivido.
El Jequitibá sonrió:
— No tiene importancia,
mi amigo. Hoy tú tuviste
una experiencia difícil.
Que ella te sirva de
lección.
— ¡Yo creía que juventud
y belleza era todo!
¡Ahora sé que existen
cosas mucho más
importantes!
Y de aquel día en
delante, el pequeño Ipê
aprendió a respetar a
los más ancianos, y se
hizo gran amigo del
viejo y nudoso Jequitibá.
Tía Célia
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