¿Por qué orar?
Hay personas que
no creen, en
absoluto, en la
validez de la
plegaria y así
proceden durante
toda su
existencia,
hasta que las
pruebas, surgida
bajo la forma de
enfermedad
irreversible o
de la ruina en
los negocios,
abata su orgullo
y las lleve a la
meditación en
Dios.
Cierto amigo que
en las horas
libres
colaboraba con
asiduidad en uno
de los
hospitales de la
ciudad, nos
relató
oportunamente
como era el
comportamiento
de determinadas
criaturas de
vida abundante
cuando,
ingresadas en
aquel hospital,
tenían
conocimiento de
la gravedad de
su enfermedad.
Conocedor de
antemano del
caso, nuestro
amigo sugería al
enfermo, en
particular, la
presencia de un
sacerdote para –
¿quien sabe? –
el necesario
desahogo. La
respuesta era,
pero, en el
inicio,
invariablemente
desanimada: “¡No
creo en
sacerdotes ni en
ninguna
religión!”
Con el pasar de
los días, toda
enfermedad
insidiosa
muestra las
señales de su
dureza y
determinación.
La familia pasa
a rodear al
enfermo, los
parientes llegan
de todos los
rincones y,
evidentemente,
el resultado no
se hacía
esperar. El
enfermo acababa
enviando al
amigo el
esperado recado:
“Si el señor
quisiera, no me
importa la
venida del
sacerdote”, o
sea, cuando la
ciencia se
revela impotente
y el dinero nada
más puede hacer,
sólo resta
recurrir a la
religión, como
último recurso
en la búsqueda
de mejores días.
Con las personas
de vida más
sencilla el
hecho pasa de
forma diferente.
La escasez de
recursos y la
simplicidad de
la vida hacen
que esos
hermanos
sientan,
generalmente, en
la plegaria un
elemento
importante en
sus vidas y, tal
vez, el único
recurso delante
de las
vicisitudes.
La convivencia
con familias que
viven en la
periferia de la
ciudad se
comprueba eso.
Esas personas,
no es raro,
acompañan la
oración con
seriedad y
gusto. Sí, con
gusto, alegría,
interés,
comprensión. Es
que la plegaria
sincera
transforma
nuestro estado
del alma y,
cuando es
fervorosa, nos
trae una paz
indefinida,
asentando por
algunos momentos
una vida nueva
en nuestro campo
mental.
¿Por qué la
oración conforta
tanto?
¿Qué misterio
profundo
concluye esa
comunión que los
pueblos más
antiguos ya
adoraban? El
Espiritismo
trata del tema
con respeto y
cariño, al
definir la
plegaria como
siendo un acto
de adoración a
Dios y, a la
vez, una
conversación con
el Creador o sus
servidores.
Siendo un acto
de adoración,
ella agrada al
Señor y nos hace
mejores, no
requiriendo para
eso una forma
exterior
determinada o
una disertación
alargada. Su
contenido es lo
vale, la
actitud de quien
ora es lo que
importa,
conscientes
todos nosotros
de que la
oración debe ser
espontánea,
objetiva y
repleta de
sentimientos
elevados.
De igual manera
como Jesús
enseñó, nos
propone el
Espiritismo que
debemos orar en
secreto, ya que,
tratándose de
una invocación y
una conversación
íntima, ella
requiere los
mismos cuidados
que tenemos
cuando
desarrollamos
con alguien un
entendimiento
particular.
Enseña Emmanuel:
“La plegaria
debe ser
cultivada en el
interior, como
la luz que se
enciende para el
camino tenebroso
o como el
alimento
indispensable en
la jornada larga
y difícil,
porque la
oración sincera
establece la
vigilancia y
constituye el
mayor factor de
resistencia
moral en el
centro de las
pruebas más
escabrosas y más
rudas” (O
Consolador,
pregunta 245).
Hay, como
sabemos, varios
modelos de
plegaria. El
Padre Nuestro,
la plegaria de
Caritas, la
oración de San
Francisco de
Asís, todas son
piezas de
altísimo valor
literario y
sentimental. Lo
esencial, con
todo, no es lo
que ellas dicen,
sino como las
decimos, lo que
sentimos al
decirlas, la
manera, en fin,
como las
vivimos, sobre
todo en el
momento de
ponerlas en
ejecución.
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