Cierta vez, andando por
una carretera en
búsqueda de trabajo, un
hombre halló una grande
tabla noble y bella.
Miró para todos los
lados y no vio a nadie.
Por descontado habría
caído de algún camión de
madera, hecho común en
aquella región.
Entendió el auxilio
divino y la llevó para
casa, agradeciendo a
Dios, contento, la
oportunidad de poder
trabajar, acariciándola
con las manos.
— ¡Esta madera es muy
buena! ¿Qué puedo hacer
con ella?
Pensó... pensó...
pensó... pero no
consiguió decidirse. De
repente exclamó:
— ¡Ya sé! Haré un
caballito de madera para
mi hijo. ¡Si a los
vecinos les gusta, tal
vez consiga pedidos!
Y se puso a trabajar.
Con la prisa, no calculó
bien el tamaño del
caballito y, cuando
estaba casi al fin,
percibió que la madera
no daría para hacer las
patas.
No dejándose abatir y
con firme propósito de
aprovechar el material
que tenía en las manos,
el
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hombre decidió
hacer otra cosa. |
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Pensó... pensó...
pensó... y al final
decidió:
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— ¡Voy a hacer un
muñeco! Esta vez, sin
embargo, voy a comenzar
por las piernas, para
que no vaya a faltar
madera.
Todo animado, él comenzó
a trabajar. Casi al
final, percibió que no
daría para hacer la
cabeza. Y un muñeco sin
cabeza, no tiene
utilidad.
La tabla, no obstante,
se reducía mucho por los
cortes que sufría.
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Molesto, pero sin
desanimar, pensó
nuevamente qué hacer.
Examinó la madera
restante y resolvió
hacer un pequeño cofre.
Satisfecho, se puso a
trabajar. Recortó las
piezas para los lados,
el fondo, pero de
repente percibió que no
daría para hacer la
tapa.
Y así, de intento en
intento, el hombre
estropeó toda la linda
tabla. Lo que tenía
ahora en las manos era
un montón de fragmentos
y trozos que sólo
servían para ser
quemados.
El hombre imprevisor,
amargado, se acordaba de
la oportunidad que Dios
le hubo dado para
trabajar encontrando
aquella tabla tan
valiosa.
Lamentando los errores
que había cometido,
reconocía que los
intentos inútiles eran
por su culpa, por falta
de objetivo,
planificación y cuidado
en la realización. ¡Y
él, que estaba sin
trabajo, necesitaba
tanto de recursos para
mantener a la
familia!... |
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Así, se sentó en la
sala, triste, pidiendo
perdón a Dios por haber
errado tanto y
suplicando al Señor una
nueva oportunidad.
Con lágrimas, él oró
mucho, rogando al Padre
que no lo desamparara.
De repente, abriendo los
ojos, él miró la tapa de
la mesa donde se
apoyaba; después, los
trozos de la madera
preciosa que hubo
estropeado, ¡y tuvo una
idea luminosa!
Cogió la vieja mesa,
cuya tapa estaba llena
de defectos, y comenzó a
trabajar. La limpió y la
lijó. Después, cogió
otros trozos de maderas
diferentes y de colores
variados. Ahora con más
cuidado, estudiaba bien
la colocación de cada
pieza. Varios días
después, dio por
terminado el trabajo.
¡La mesa renovada quedó
irreconocible!
La noticia se esparció
por la pequeña ciudad, y
sus habitantes corrían
para ver la maravilla,
encantados con la
delicadeza del trabajo,
y los pedidos comenzaron
a surgir de todos los
lados.
— ¿Cómo tuvo la idea? –
preguntó alguien.
— ¡Fue Dios! Sólo
aproveché fragmentos y
trozos de maderas y
compuse un mosaico,
pegando las piezas y
encajándolas bien.
Después, lijé y pasé
barniz.
Ahora, la linda mesa
ocupaba su casa,
adornándola. Y cada vez
que el hombre la miraba,
agradecía al Señor por
la nueva oportunidad que
le había dado de hacer
algo bueno y útil.
Tía Célia
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