Cierta vez, en una
pequeña ciudad, vivía un
hombre que trabajó toda
la vida para amontonar
riquezas. Así procedía,
afirmaba él, para dejar
a los hijos amparados
después de su muerte y
sin necesidad de
trabajar para garantizar
el propio sustento.
Para eso, no midió
esfuerzos. Vivía de
forma muy simple, donde
faltaba, no era raro,
hasta lo necesario, en
el afán de economizar
cada vez más.
La familia no tenía
ningún confort. La
esposa trabajaba
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duro el día entero
y, a veces,
sintiéndose
cansada pedía: |
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— Manoel, me
siento enferma,
enflaquecida,
tengo dolores por
todo el cuerpo.
¿Podríamos buscar
a alguien que me
ayudara en el
servicio
doméstico?
— De ninguna
manera, Alzira.
¡Esas empleadas
cobran una
fortuna! No
podemos disponer
de ese dinero.
Otras veces era la
hija que,
necesitando
comprar
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ropas o calzados,
se atrevía a pedir
dinero al padre.
Manoel replicaba
colérico: |
— ¿Tú piensas que el
dinero nace en los
árboles? No puedo pagar
tus lujos.
Y la hija se alejaba,
triste y desanimada,
soñando con el día en
que pudiera salir de
casa para tener una vida
mejor.
O entonces era el hijo
que necesitaba comprar
material escolar, y
encontraba al padre
implacable:
— Al comienzo del año ya
compré todo lo que tú
necesitabas. ¡No gastaré
un centavo más siquiera!
Y el hijo, revuelto,
salía rumiando su
decepción.
Y así él actuaba con
todos. Los mendigos que
venían a tocar a la
puerta suplicando un
plato de comida, Manoel
los expulsaba sin
piedad.
Cuando los responsables
por alguna institución
benéfica se atrevían a
pedirle ayuda para sus
servicios de caridad
junto a los más
necesitados, Manoel
relataba una serie de
dificultades con la
familia, gastos
excesivos, cuentas
inesperadas, y concluía:
— ¡Infelizmente, no
puedo ayudar!
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El tiempo pasó.
Manoel consiguió
juntar una inmensa
fortuna que
guardaba siempre,
tacañamente. Como
no confiara en
nadie, ni aún en
una agencia
bancaria, escondió
todo lo que hubo
juntado dentro de
su viejo colchón.
Quería tener su
tesoro siempre
cerca de sí, bajo
su vista.
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La esposa se
quejaba de dolores
en la espalda,
sugiriendo que
intercambiaran por
lo menos el
colchón, viejo y
remendado, ya sin
condiciones de
uso. Manoel,
rabioso, con el
dedo en ristre
ordenaba: |
— ¡Jamás!
No revuelvas en “mí”
colchón. ¡Me gusta del
modo que está!
El hijo, no soportando
más tanta miseria, salió
de casa yendo a vivir
con un amigo y se
extravió, haciéndose un
alcohólico. La hija se
casó con el primer
hombre que surgió en su
vida, para poder
librarse de la situación
de pobreza, y no era
feliz. Sólo Alzira
continuaba con el
marido, ya que no tenía
a quien recurrir o para
donde ir.
Cierto día, Manoel se
sintió mal. Socorrido,
fue llevado para el
hospital, donde vino a
desencarnar.
Algunos días después,
Alzira y los hijos se
reunieron para resolver
qué hacer con las
pertenencias del
fallecido Manoel.
La primera cosa que
decidieron fue hacer
fuego en el colchón que
él tanto apreciaba. Los
hijos lo llevaron para
el patio, extrañando el
peso, pero jamás podrían
imaginar que allí
estuviera depositado un
inmenso tesoro.
Y Manoel, del otro lado
de la vida, desesperado,
no pudo impedirlo. Bajo
terrible aflicción, vio
las llamas consumar el
esfuerzo de toda una
vida.
Sólo entonces Manoel se
acordó de las palabras
de Jesús: “No acumuléis
tesoros en la Tierra,
donde la herrumbre y los
gusanos los comen y
donde los ladrones los
desentierran y roban;
acumulad tesoros en el
cielo, donde ni la
herrumbre, ni los
gusanos los consumen...”
El tesoro de él no había
sido robado por
ladrones, o consumido
por la herrumbre o por
los gusanos, sino
devorado por las llamas.
El pobre hombre percibió
que había perdido gran
parte de la existencia
acumulando bienes
materiales que ni a él
aún sirvieron. Hubo
vivido de forma
miserable, se había
privado de confort, de
bienestar y se hubo
agotado en el trabajo.
Y, lo que era peor, con
su comportamiento, había
perdido el amor de la
familia.
En cuanto a los tesoros
del cielo, que son
imperecederos, él no se
había preocupado en
juntar. Con tristeza
percibía ahora cuánto
podría haber hecho por
los hijos, dándoles una
vida confortable,
facilitándoles la
educación y
preparándolos para ser
ciudadanos dignos,
trabajadores y útiles a
la sociedad.
Manoel, por primera vez,
se acordó de orar a
Dios. Y, profundamente
arrepentido, suplicó al
Señor le concediera
nueva oportunidad de
volver a la Tierra, en
un nuevo cuerpo, para
notar los daños que
había cometido.
Leon Tolstoi
(Conto psicografado por
Célia X. de Camargo na
cidade de Rolândia-PR,
em 19/6/1998.)
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