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Andando por las calles
de la ciudad, al entrar
en una región más pobre,
Ricardo vio a un hombre
que gemía pegado a un
muro.
Cubierto de trapos,
encogido, él tiritaba de
frío, y el niño se llenó
de piedad.
Un día helado como aquel,
sólo podría ser alguien
que no tuviera familia y
una casa donde vivir.
Ricardo se aproximó más
y vio al pobre hombre
toser. De corazón
generoso, el niño corrió
de vuelta para casa y,
casi sin aliento, dijo a
su padre:
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— ¡Padre! Vi un hombre
que parece muy enfermo.
Está acostado en la
calzada y, si no
hiciéramos alguna cosa
por él, el pobrecito va
a morir de frío.
Genésio pensó y
respondió cauteloso:
— ¡Hijo, ese hombre
puede ser un criminal! ¿Cómo
traerlo para dentro de
nuestra casa?
En lágrimas, Ricardo
replicó:
— ¡Padre, el otro tú
leíste en el Evangelio
que Jesús nos recomendó
amar a Dios sobre todas
las cosas y al próximo
como a nosotros mismos!...
¿Él no es nuestro
prójimo?
— Es verdad, hijo mío.
Tú tienes razón, él es
nuestro prójimo. Sin
embargo, soy responsable
por nuestra família y
tengo que velar por ti y
tu madre que forma parte
de ella.
— ¡Yo sé, padre. Sin
embargo, en nuestro
estudio del Evangelio,
leemos también que el
Maestro dijo que son los
enfermos los que
necesitan de médico y de
medicamentos, no los
sanos! Y aquel hombre
está enfermo. ¡Si no lo
socorriéramos, él va a
morir!...
El padre bajó la cabeza
ante el nuevo recuerdo
del hijo y se dio por
vencido. Ciertamente el
Señor los protegería.
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— Todo bien, hijo mío.
Vamos a coger el coche y
tú me mostrarás el
camino.
Satisfecho, Ricardo se
puso al lado del padre y
le indicó el trayecto
que los llevaría hasta
la calle donde había
visto al vagabundo.
Al llegar allá, el padre
percibió que el
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mendigo
realmente estaba mal.
Con ayuda del hijo, lo
colocó en el coche y lo
transportaron para la
casa, visto que aquella
región era muy pobre y
no había médico ni
hospital cerca. |
En casa, colocaron al
enfermo cerca de la
chimenea para que se
calentara. Joana, madre
de Ricardo, que entendía
de hierbas y plantas
medicinales, hizo un té
y le dio a beber a
cucharadas.
En aquella noche no se
alejaron del enfermo. Al
amanecer, mostrando
alguna mejora, el hombre
durmió más tranquilo y
la familia pudo
descansar también.
Al despertar, Ricardo
corrió para el enfermo,
preocupado. El hombre
miró para el chico,
agradecido.
— ¿Cómo está, señor? –
preguntó Ricardo,
interesado.
— Ahora estoy bien,
chico. ¿Cómo vine a
parar aquí?
Ricardo le contó lo que
había pasado.
Sorprendido, el huésped
comentó, viendo la
pareja que se acercaba
de él:
— Les estoy muy
agradecido. Estaba de
viaje para la casa de
una hija cuando la
fiebre me dominó y no vi
nada más. Temblando de
frío, sólo me acomodé en
el suelo y allí quedé,
sin condición de
reaccionar. Vi cuando
los ladrones robaron
todo lo que yo tenía,
pero nada pude
hacer. Gracias a
vosotros, ahora estoy
mejor. Creo que debo
proseguir, pues ya abusé
mucho de su
hospitalidad.
El padre reaccionó
incontinenti:
— ¡De modo alguno! Quede
con nosotros hasta
restablecerse por
completo. Después, podré
llevarlo en mi coche
adónde desee.
Como todos insistieron,
el enfermo acabó por
concordar, sonriendo:
— Está bien, me quedaré.
Una semana después, ya
recuperado, cierta
mañana el huésped se
despidió de Joana y del
hijo con los ojos
húmedos de emoción:
— ¡Joana! ¡Ricardo! En
esta casa encontré
verdaderos amigos. Jamás
los olvidaré. Que Jesús
los bendiga. Cuenten
siempre conmigo.
Durante aquella semana
habían podido estrechar
lazos de amistad y
Genésio no pudo dejar de
recordar:
— Si no fuera por la
insistencia de Ricardo,
nosotros no lo habríamos
conocido, Saúl. Gracias
a mi hijo, pudimos
actuar como verdaderos
cristianos, pues nunca
debemos juzgar por las
apariencias.
Saúl abrazó al niño a
quien mucho se aficionó
y afirmó:
— Ricardo, tú serás
siempre muy querido en
mi corazón. Tu padre
tiene mi dirección y, en
cualquier situación, en
cualquier época, si
necesitasen de algo,
acuérdate de que tiene
un amigo listo a
socorrerlo.
Ellos intercambiaron un
largo y cariñoso abrazo,
y enseguida Genésio y
Saúl partieron en una
nube de polvo.
En esa despedida, el
niño entendió que jamás
se arrepentiría de
actuar pensando siempre
en el bien, y que había
ganado un amigo para la
vida entera, gracias a
la lecciones de
Jesus!...
Y concluyó para si mismo,
lleno de fé:
— Si estamos socorriendo
a un hermano necesitado,
¿qué podemos temer? ¡Jesús
nos protegerá de
cualquier peligro!...
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo em
Rolândia-PR, em
16/07/2012.)
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