En una aldea, en medio
de la selva, vivían
algunos indios. Antes
esa tribu era grande,
con guerreros fuertes,
valientes y rápidos, que
cazaban y traían sus
presas para la selva,
las cuales servían de
alimento para todos.
Sin embargo el tiempo
pasó y ahora la tribu
estaba muy reducida.
Muchos indios habían
sido atraídos para la
ciudad, donde
consiguieron empleo y,
por eso, no volvieron
más. Ahora, en la
pequeña aldea, los
hombres plantaban y
cogían para lo sustento
de todos, alimentándose
especialmente de maíz,
de mandioca y de frutas.
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Curió, pequeño guerrero,
le gustaba correr en la
selva, considerándose
libre y feliz al sentir
el viento tocar su
rostro y levantar sus
cabellos. Pero en esas
andanzas, Curió comenzó
a ver cosas que lo
entristecieron mucho.
Eran grandes árboles
derrumbados y
transformados en madera
por el hombre blanco,
que después encendían
fuego en aquello que
quedaba, para
limpiar el terreno
y proteger sus
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máquinas; otras
veces, eran
animales que
ellos abatían a
tiros con sus
armas de fuego. |
En otras aún, el pequeño
indio veía, con infinita
tristeza, los riachuelos
de agua cristalina,
utilizados por hombres y
animales para matar la
sed, ahora con las aguas
sucias y teñidas de
sangre, donde corrían
restos de animales; el
hombre blanco utilizaba
lo que quería, después
tiraba el resto en las
aguas de los riachuelos.
Curió buscó al padre, a
aquella hora trabajando
en la plantación, y se
sentó cerca de él con la
cabeza baja, sintiendo
gran tristeza. El padre
notó que el hijo no
estaba contento y
preguntó:
— ¿Qué hace Curió bajar
la cabeza, triste,
cuando deberías estar
feliz?
— ¡Ah, mi padre! Curió
vio tantas cosas malas
que no puede estar
contento.
— ¿Y qué vio mi hijo?
El pequeño indio contó
al padre todo lo que
había visto, terminando
por preguntar:
— Mi sabio padre, ¿qué
tiene el hombre blanco
en su cabeza para
estropear de ese modo la
naturaleza que nos fue
dada por el Padre Mayor?
El padre quedo
pensativo, dejó la azada
y se sentó en el suelo
al lado del hijo,
después respondió
sereno:
— El hombre blanco
piensa que él es el
dueño de la tierra,
hijo. Que todo le
pertenece y por eso no
respeta nada. Así,
devasta los bosques,
enciende fuego para
limpiar el terreno y
poluciona el aire que
respiramos; mata los
animales por placer, no
como nosotros que lo
hacemos solamente para
saciar el hambre. Y no
contento con eso, él aún
destruye las corrientes,
de donde nosotros
cogemos el agua limpia
para matar la sed.
Horrorizado, Curió
exclamó:
— ¡Pero el hombre blanco
está destruyendo nuestra
vida y el lugar donde
nosotros vivimos, mi
padre! ¿Él
no sabe eso?
El padre balanceó la
cabeza y respondió:
— El hombre sabe lo que
está haciendo, pero no
se siente responsable,
por no tener conciencia
de los males que
practica. Por esa razón,
todos nosotros vamos a
sufrir las consecuencias
de sus actos.
El niño quedó callado
por algunos instantes,
después volvió:
— ¡Padre, debe haber
algo que podamos hacer
para ayudar a disminuir
esos problemas!
El padre nuevamente
balanceó la cabeza de
modo afirmativo,
explicando:
— Curió, todos nosotros
podemos colaborar con el
ambiente en que vivimos.
— ¿De que modo, mi
padre?
— ¡A través de nuestras
acciones! Si cada uno
cuida del ambiente en
que vive, ya estará
haciendo lo suficiente.
Mientras más personas
sientan necesidad de
mejorar nuestro mundo,
más bendiciones iremos a
coger, porque estaremos
ayudando a preservar el
medio ambiente.
El pequeño indio quedó
pensativo, y el padre,
entendiendo que ya había
hablado lo suficiente
sobre el asunto, volvió
a cuidar de la tierra.
De repente, Curió se
levantó animado,
exclamando:
— ¡Ya sé como voy a
hacer para mejorar esa
situación!
Y antes que su padre
pudiera hablar alguna
cosa, el niño ya había
salido corriendo rumbo a
la aldea, localizada
allí cerca. Llegando
allá, Curió reunió a los
otros chicos y explicó
lo que tenía en mente. ¡Los
niños encantados!
Así, algunos de ellos
cogieron un saco vacío y
se pusieron a trabajar,
recogiendo toda la
basura que el hombre
blanco iba echando en la
selva. Otros quedaban
escondidos, aguardando
al hombre blanco
encender fuego en el
suelo y, cuando ellos se
iban, apagaban con paños
o echaban tierra sobre
el fuego, e
inmediatamente las
llamas desaparecían.
Otros aún fueron hasta
los riachuelos esperando
al hombre blanco tirar
restos de animales en
las aguas. Entonces,
ellos quedaban en el
margen, más abajo,
atrapando todo lo que
era tirado en las aguas,
y que ellos dejaban como
comida para los
animales.
Así, el ciclo de la vida
proseguía y la selva
quedaba limpia de tanta
suciedad. En poco
tiempo, los hombres
blancos notaron que los
indios estaban siempre
detrás de ellos,
alterando todo lo que
ellos hacían.
Intrigados, quedaron de
guardia y vieron
pequeños indios borrando
el fuego que ellos
habían encendido,
limpiando los riachos y
fueron a hablar con el
padre de Curió, que era
el jefe de la tribu.
— Jefe, ¿por qué sus
chicos están siempre
moviendo aquello que
hacemos?
— El hombre blanco debe
preguntar eso a ellos —
el jefe respondió serio.
Curió se adelantó y
explicó:
— Todos nosotros
dependemos de la selva.
Estamos sólo intentando
reparar lo que el hombre
blanco destruye.
En aquel momento, el
hombre bajó la cabeza,
avergonzado. Fue
necesario la lección de
un pequeño indio para
hacerlo reflexionar en
como estaban actuando.
El hombre agradeció a
Curió, prometiendo que
no más irían a destruir
la selva, ni polucionar
los riachuelos, ni matar
a los animales por
placer.
Se hicieron amigos y la
paz finalmente volvió a
la selva.
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
Rolândia-pr, aos
15/10/2012.)
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