Estaban en el mes de
diciembre. Los últimos
días de aula traían
alegría a los alumnos
porque representaban la
llegada de las
vacaciones, las fiestas
de final de año, viajes
y divertimentos. Sin
embargo, también cierta
tristeza, pues la
convivencia diaria con
los compañeros, a que
estaban acostumbrados y
que les daba tanto
placer, dejaría de
existir.
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En el cierre del año
lectivo, al despedirse
de sus alumnos, la
profesora habló sobre la
Navidad, explicando la
importancia de la venida
de Jesús al mundo, y
concluyó diciendo:
— Nunca se olviden que
el espíritu navideño
representa, sobre todo,
repartir lo que tenemos
con el prójimo, aunque
sea
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poco. Eso es lo
que el Maestro
espera de
nosotros: que
podamos actuar
como verdaderos
hermanos. |
Nico se quedo con
aquellas plabras en la
cabeza.
¿Qué tendría él para
repartir con alguien? No
era rico. Al contrario,
era de familia bien
pobre. Las ropas y
calzados que usaba le
eran necesarios.
Juguetes, él no tenía.
Se acordó de los libros
escolares que ya no le
servirían más. ¡Sí,
podría donarlos a algún
niño pobre!
Sonrió a esa idea.
Encontró algo para
repartir.
Íntimamente, sin
embargo, no se sentía
satisfecho. ¡Dando los
libros escolares a
alguien, no estaría
repartiendo nada, sólo
sería algo que no le
haría falta!
En aquel gesto estaba
faltando alguna cosa...
Algunos días después, ya
bien próximos a la
Navidad, fue a visitar a
su abuelo y recibió una
moneda. ¡Una linda
moneda!
— ¿Qué haré con ella?
¡Ya sé! Voy a comprar
aquel perrito-caliente
que siempre soñé comer y
que nunca pude.
Nico salió corriendo
rumbo a aquella
barraquita de
perritos-calientes que
él tan bien conocía de
tanto oír a las personas
elogiar.
Pidió el sándwich y,
lleno de ansiedad, ya
con agua en la boca,
apenas podía esperar que
quedara listo. Añadió
los condimentos y todo
lo más a que tenía
derecho, y se acomodó en
el escalón para
apreciarlo debidamente.
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Satisfecho, respiró
hondo y abrió bien la
boca para dar el primero
bocado. En ese instante,
vio a su lado, también
sentado en el filo, un
niño negro sucio y con
harapos, cuyos ojos
hambrientos no se
desplegaban de su
sandwich. |
Nico, al principio
intentó no dar atención
niño. Pero aquellos ojos
pendiente lo
incomodaban.
En aquel momento, se
acordó de las palabras
de la profesora, el
último día de aula, y
entendió finalmente lo
que ella quería decir.
Se levantó, y, poco
después volvió, con el
perrito dividido por la
mitad. Entregó una parte
para el chico, que lo
agradeció con una enorme
sonrisa, y quedó con la
otra.
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Y juntos saborearon el
delicioso sandwich.
Jamás Nico había
experimentado tal
sensación de bienestar y
de felicidad. La
gratitud del niño
callejero tenía para él
un sentido todo
especial.
Finalmente había
entendido lo que era el
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espíritu
navideño. Él
hubo conseguido
renunciar,
dividiendo algo
que mucho
deseaba. Había
repartido el pan
con alguien aún
más necesitado
que él, y tenía
certeza de que
Jesús aprobaba
su gesto. ¡Ni
sabía el nombre
del niño negro!
¿Pero que
importancia
tenía eso? |
Se volvió para el chico,
que lo miraba con ojos
brillantes y llenos de
alegría. Sonrieron.
Había ganado un amigo.
— ¡Feliz Navidad! —
exclamo satisfecho.
— ¡Feliz Navidad! —
repitió el niño.
Y se abrazaron
contentos.
TIA
CÉLIA
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