Un juguete de Jonas
había desaparecido.
Irritado, sospechando
que su hermano Lucas, de
sólo tres años de edad,
era el culpable, gritó:
— Lucas, devuélveme mi
cochecito rojo nuevo.
— No sé donde está. No
cogí tu cochecito —
respondió el pequeño.
— Lo cogió sí. ¡Dime
dónde tú lo escondiste,
Lucas!
Pero el pequeño repetía,
golpeando el pie en el
suelo y llorando:
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— No lo cogí, no lo
cogí, no lo cogí.
Al ver la confusión
armada y Lucas en
llantos, la madre cogió
al pequeño en los brazos
y dijo al hijo más
mayor:
— Jonas, hijo mío, tú ya
tienes once años y no
puedes estar peleando
con tu hermanito. Si
Lucas dijo que no lo
cogió, créele. Busca
bien y acabarás
encontrando tu juguete.
Resoplando de rabia,
Jonas salió de la sala y
comenzó a buscar el
cochecito. Buscó en el
cuarto de dormir, en el
patio, en la terraza, en
la sala y hasta en el
baño.
Nada de encontrar su
juguete preferido.
Sin saber donde buscar
más, Jonas entró en la
oficina y, mirando para
el estante de libros de
su padre, pensó: ¡Sólo
puede estar ahí!
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Retiró todos los libros
del estante.
Cuando el padre llegó,
al atardecer, se llevó
un susto. Encontró a
Jonas perdido en medio
de los libros,
desanimado.
¿Qué ocurrió, hijo mío?
— preguntó, espantado.
— Estaba buscando mi
cochecito, papá.
— ¿En medio de mis
libros?
¿Y tu lo encontraste?
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— No, papá.
— Bien. Entonces, ahora
coloca los libros en su
lugar.
— ¡Pero, papá! ¡Estoy
cansado! — protestó el
chico, haciendo una
mueca.
Con mucha paciencia, el
padre dijo:
— Jonas, fuiste tú el
que hiciste este
desorden. ¡Luego, eres
tú el que debes arreglar
todo, colocando los
libros en su lugar!
Puedes comenzar ya, de
lo contrario no
terminarás hasta la hora
de dormir.
Ellos no vieron que el
pequeño Lucas había
entrado, se escondido
detrás de la mesa, y oía
la conversación.
Así que el padre salió
de la sala, Lucas se
prestó a su modo:
— ¿Quieres ayuda, Jonas?
Con una grande pila de
libros en los brazos,
que apenas podía cargar,
el hermano respondió
mal-humorado:
— ¡¿Tú?! ¡Vete de aquí,
enano! Tú no tienes
fuerza para llevar
libros tan pesados. ¡Ahora
me dejas trabajar!
No tardó mucho, Jonas
estaba exhausto. Decidió
parar un poco para
descansar y tomar la
merienda, pero estaba
tan cansado que se sentó
en el sofá de la sala,
delante de la
televisión, y acabo
durmiéndose.
¡Al despertar, se llevó
un susto!
¡Dios mío! ¡Yo me
adormecí y no acabé de
arreglar los libros del
papá!
Corrió para la oficina y
tuvo una gran sorpresa.
¡Parecía un milagro! ¡A
pesar de estar un poco
desaliñados, los libros
estaban todos en el
lugar!
— ¿Quién habrá hecho
eso? — preguntó en voz
baja, sin poder creerlo.
Una voz alegre y
cristalina respondió:
— ¿Fui yo!
Era Lucas, satisfecho
con su servicio,
cargando el último
libro.
— ¿Cómo conseguiste tú
hacer eso, Lucas? ¡Ellos
son muy pesados! ¿Cómo
pudiste cargar una pila
de libros?
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— Ahora, no cargué una
pila de libros. ¡Llevé
uno por uno!
Jonas miró al hermano,
admirado del trabajo que
él había realizado.
Comprendió que
menospreció la ayuda del
pequeño Lucas juzgándolo
incapaz. Sin embargo, el
hermanito había probado
que podía realizar
aquella tarea.
Ciertamente, no
conseguiría llevar un
peso grande, pero había
usado la cabecita y
trasportado los libros
poco a poco.
Jonas se aproximo al
hermano y lo abrazó con
cariño.
— Lucas, hoy tú me
demostraste que siempre
podemos realizar aquello
que deseamos. Basta que
tengamos buena voluntad
y creatividad. Gracias,
hermanito.
Los padres, que pasaban
en aquel momento y
pararon para observar la
escena, también quedaron
satisfechos al ver a los
hermanos abrazados y en
paz.
Sorridente, la madre
dijo:
— Para que la lección
sea completa aún falta
una cosa, Jonas. ¿Te
acuerdas de tu cochecito
rojo? Pues yo lo
encontré, hijo mío.
Estaba en medio de tus
ropas, en el armario.
Colorado de vergüenza,
Jonas se volvió para el
hermano y dijo:
— Lucas, ni sé como
disculparme por la
manera como actué. Por
dos veces hoy yo te
juzgué mal y erré.
Además de eso, tú
mostraste que eres
pequeño en tamaño, pero
que tienes un gran
corazón. A pesar de
haber sido maltratado
por mí, soportado mi mal
humor, mi irritación,
olvidaste todo y, cuando
viste que yo estaba en
apuros, me ayudaste con
alegría, realizando una
tarea que era mía. ¿Tú
puedes perdonarme?
El pequeño abrazó a
Jonas con una ancha
sonrisa:
— ¡Claro! ¿Tú me llevas
a pasear mañana?
Todos rieron,
satisfechos por formar
parte de una familia que
tenía problemas como
cualquier otra, pero que
por encima de todo era
feliz, porque existía
comprensión, generosidad
y amor entre
todos.
TIA CÉLIA
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