El futuro a Dios
pertenece
En lo que se
refiere a la
marcha de los
acontecimientos,
una cuestión que
siempre está en
evidencia es
ésta: Si es
conveniente al
hombre que el
futuro le sea
privado, ¿por
qué Dios
permite, en
determinadas
situaciones, que
él le sea
revelado?
El asunto fue
examinado por
Kardec en por lo
menos dos obras:
El Libro de
los Espíritus
y Obras
Póstumas.
En la cuestión
869 d’ El
Libro de los
Espíritus
está dicho que
el hombre, sin
duda ninguna,
descuidaría del
presente y no
obraría con la
libertad con que
actúa si las
cosas futuras le
fuesen
anticipadamente
reveladas.
El argumento
utilizado en la
doctrina
espirita es muy
simple. Muchas
personas así
pensarían: si
una cosa tiene
que ocurrir,
inútil será
ocuparse con
ella; o entonces
buscarían obstar
a que tal
ocurriese.
Enterado de eso,
el Creador
ciertamente no
quiso que las
cosas caminasen
así, a fin de
que cada
individuo pueda
concurrir
libremente para
la realización
de las cosas,
hasta mismo de
aquellas a que,
si pudiese,
desearía
oponerse.
De esa manera,
nosotros mismos
preparamos los
acontecimientos
que han de
sobrevenir en el
curso de nuestra
existencia. El
desconocimiento
acerca de lo que
ocurrirá, si
tendremos suceso
o si
malograremos,
nos da el mérito
de la tentativa,
hecho que es
fundamental en
el proceso
evolutivo. A fin
y al cabo, no
podemos ignorar
que uno de los
objetivos de la
encarnación es
nuestra propia
evolución y la
meta es la
perfección.
En la cuestión
868 del mismo
libro, los
inmortales
admiten, sin
embargo, que –
aunque el futuro
nos sea oculto –
Dios permite “en
casos raros y
excepcionales”
que él nos sea
revelado. Pero,
se pregunta:
¿por qué el
Creador lo
permite?
La respuesta
vamos a
encontrar en la
cuestión 870 de
la misma obra,
donde los
bienhechores
espirituales
informan que
Dios lo permite
“cuando el
conocimiento
previo del
futuro facilite
la ejecución de
una cosa, al
contrario de la
estorbar,
obligando el
hombre a actuar
diversamente de
la manera por
qué actuaría si
le no fuese
hecha la
revelación”.
No raro, sin
embargo, tal
revelación
constituye
simple prueba,
una vez que la
perspectiva de
un
acontecimiento
puede sugerir
pensamientos
buenos o menos
buenos.
Si un hombre
viene a saber,
por ejemplo, que
va a recibir una
herencia con la
cual no contaba,
puede ocurrir
que esa
revelación
despierte en él
el sentimiento
de codicia, por
la perspectiva
de se le
tornaren
posibles mayores
gozos terrenos o
por la ansia de
poseer más
deprisa la
herencia,
deseando tal
vez, para que
tal ocurra,
hasta mismo la
muerte de la
persona de quien
la heredará.
Crimines con
esos objetivos
ya fueron tema
de crónicas
policiacas y de
varias novelas.
El asunto
suscita otra
cuestión, que
Kardec examinó
en Obras
Póstumas,
relativa al don
de la
adivinación
atribuido a los
videntes.
Como está dicho
en la cuestión
454 d’ El
Libro de los
Espíritus,
la videncia,
también llamada
de doble vista o
segunda vista,
puede dar a
ciertas personas
la adivinación
de las cosas,
bien como los
presentimientos.
La explicación
no es difícil de
comprender. En
los fenómenos de
doble vista,
estando el alma
en parte
desvinculada del
envoltorio
material que
limita sus
facultades, no
hay más para
ella ni duración
ni distancias.
Abarcando el
tiempo y el
espacio, todo se
confunde en el
presente. Libre
de sus
obstáculos, ella
juzga los
efectos y las
causas mejor de
que algún hombre
puede hacerlo.
Ella puede ver,
entonces, las
consecuencias de
las cosas
presentes y nos
hace
presentirlas.
Es en ese
sentido que se
debe entender el
don de la
adivinación
atribuido a los
videntes. Sus
previsiones no
son sino el
resultado de una
conciencia más
clara de lo que
existe, y no una
predicción de
las cosas
fortuitas sin
lazo con el
presente. Es una
deducción lógica
del conocido
para llegarse al
desconocido, que
depende, muy
frecuentemente,
de nuestra
manera de ser.
El vidente no
es, así, un
adivino, pero un
ser que percibe
lo que no vemos.
Y si, por
ventura, llega a
revelar algo
pertinente al
futuro, el hecho
se da dentro de
los límites y
objetivos
mencionados en
la cuestión 870
d’ El Libro
de los Espíritus,
a que nos
referimos
arriba.
|