Continuamos el estudio
metódico de “El
Evangelio según el
Espiritismo”, de Allan
Kardec, la tercera de
las obras que componen
el Pentateuco
Kardeciano, cuya primera
edición fue publicada en
abril de 1864. Las
respuestas a las
preguntas sugeridas para
debatir se encuentran al
final del texto.
Preguntas para debatir
A. Si
nadie es perfecto, ¿no
podemos reprender la
actitud del prójimo?
B. ¿Hay
casos en los que sea
útil revelar el mal de
otro?
C. ¿Cuál
es el mayor mandamiento
de la ley de Dios?
D. ¿Cuál
es el concepto espírita
de “amar al prójimo”?
Texto para la lectura
156.
Cuando Jesús dice:
“Id y reconciliaos con
vuestro hermano, antes
de poner vuestra ofrenda
en el altar”, nos
enseña que el sacrificio
más agradable al Señor
es el que el hombre hace
de su propio
resentimiento. Sólo
entonces su ofrenda será
aceptada, porque vendrá
de un corazón
desprovisto de todo mal
pensamiento. (Cap. X,
ítem 8)
157.
“¿Cómo veis una paja en
el ojo de vuestro
hermano, y no veis una
viga en vuestro ojo?”,
he aquí la conocida
advertencia hecha por
Jesús. Una de las
necedades de la
Humanidad consiste en
ver el mal de otros
antes de ver el mal que
está en nosotros. Para
juzgarse a sí mismo,
sería necesario que el
hombre pudiese ver su
interior en un espejo,
pudiese transportarse
fuera de sí mismo,
considerarse como otra
persona y preguntarse:
¿Qué pensaría yo si
viese a alguien hacer lo
que hago?
Indudablemente, es el
orgullo el que induce al
hombre a disimular para
sí mismo sus defectos.
(Cap. X, ítems 9 y 10)
158. Por
eso mismo, porque es el
padre de muchos vicios,
el orgullo es también la
negación de muchas
virtudes. Se le
encuentra en el fondo y
como móvil de casi todas
las acciones humanas.
Esa es la razón por la
que Jesús se empeñó
tanto en combatirlo,
como principal obstáculo
para el progreso. (Cap.
X, ítem 10)
159.
“Aquél que esté sin
pecado, que arroje la
primera piedra”,
dijo Jesús. Esta máxima
hace de la indulgencia
un deber para con los
demás, porque no hay
nadie que no necesite de
indulgencia para sí
mismo, una virtud que
nos enseña que no
debemos juzgar a los
demás con más severidad
de la que nos juzgamos a
nosotros mismos. (Cap.
X, ítem 13)
160. No
se debe tomar en sentido
absoluto este principio:
“No juguéis si no
queréis ser juzgado”,
porque la letra mata y
el espíritu vivifica. No
es posible que Jesús
haya prohibido que se
derrote al mal, puesto
que Él mismo nos dio
dicho ejemplo, y lo hizo
incluso en términos
enérgicos. Lo que Él
quiso decir es que la
autoridad para censurar
está en razón directa de
la autoridad moral de
aquél que censura.
Hacerse culpable de
aquello que condena en
otros es abdicar de
dicha autoridad, es
renunciar al derecho de
represión. A los
ojos de Dios, una única
autoridad legítima
existe: la que se apoya
en el ejemplo que ofrece
del bien.
(Cap. X, ítem 13)
161.
Espíritas, jamás
olvidéis que, tanto en
palabras como en actos,
el perdón de las
injurias no debe ser un
término vano. Puesto que
os decís espíritas,
sedlo. Olvidad el mal
que os hayan hecho y no
penséis sino en una
cosa: en el bien que
podéis hacer. Cuidad de
eliminar de vuestro
pensamiento todo
sentimiento de rencor.
Feliz aquél que puede
dormir todas las noches
diciendo: Nada tengo
contra mi prójimo.
(Cap.
X, ítem 14, Simeón)
162. La
indulgencia no ve los
defectos de los demás, o
si los ve, evita hablar
de ellos. Por el
contrario, los oculta, a
fin de que únicamente
ella los conozca; y si
la malevolencia los
descubre, tiene siempre
una excusa lista para
ellos, excusa plausible,
seria, no de las que con
apariencia de atenuar la
falta, la hacen más
evidente con pérfida
intención. (Cap. X, ítem
16, José)
163. Sed
pues severos para con
vosotros, e indulgentes
para con los demás.
Recordad a aquél que
juzga en última
instancia, que ve los
pensamientos íntimos de
cada corazón y que, por
consiguiente, disculpa
muchas veces las faltas
que censuráis, o condena
las que reveláis, porque
conoce el móvil de todos
los actos. (Cap. X, ítem
16, José)
164. Sed
indulgentes con las
faltas ajenas,
cualesquiera que ellas
sean; no juzguéis con
severidad sino a
vuestras propias
acciones y el Señor
usará de indulgencia con
vosotros. Sostened a los
fuertes: alentadlos a la
perseverancia.
Fortaleced a los
débiles, mostrándoles la
bondad de Dios, que toma
en cuenta el menor
arrepentimiento; mostrad
a todos al ángel del
arrepentimiento
extendiendo sus blancas
alas sobre las faltas de
los humanos y
ocultándolas, así, a los
ojos de aquél que no
puede tolerar lo que es
impuro. (Cap. X, ítem
17, Juan, obispo de
Burdeos)
165.
Queridos amigos, sed
severos con vosotros, e
indulgentes con las
debilidades de los
demás. Esta es una
práctica de la santa
caridad, que muy pocas
personas observan. Todos
vosotros tenéis malas
inclinaciones que
vencer, defectos que
corregir, hábitos que
modificar; todos tenéis
un fardo más o menos
pesado que cargar, para
poder ascender a la cima
de la montaña del
progreso. ¿Por qué,
entonces, habéis de
mostraros tan
clarividentes en
relación al prójimo y
tan ciegos respecto a
vosotros mismos? (Cap.
X, ítem 18, Dufêtre,
Obispo de Nevers)
Respuestas a las
preguntas propuestas
A. Si
nadie es perfecto, ¿no
podemos reprender la
actitud del prójimo?
Con
seguridad, no es esa la
conclusión a sacar,
porque todos nosotros
debemos trabajar por el
progreso de todos y,
sobre todo, de aquellos
cuya tutela nos fue
confiada. Pero, por eso
mismo, debemos hacerlo
con moderación, con un
fin útil, y no como la
mayoría de las veces,
por el placer de
denigrar. En este último
caso, la reprimenda es
una maldad; en el
primero es un deber que
la caridad ordena que se
cumpla con todo el
cuidado posible. El
error está en hacer que
la observación redunde
en detrimento del
prójimo,
desacreditándolo sin
necesidad ante la
opinión general.
Igualmente reprensible
sería hacerlo sólo para
dar rienda suelta a un
sentimiento de
malevolencia y a la
satisfacción de
encontrar a los demás en
falta. Sucede totalmente
lo contrario cuando,
extendiendo un velo
sobre el mal, para que
el público no lo vea,
aquél que note los
defectos del prójimo lo
haga en provecho
personal, es decir, para
educarse en evitar lo
que reprueba en los
demás.
(El
Evangelio según el
Espiritismo, capítulo X,
ítems 19 y 20.)
B. ¿Hay
casos en los que sea
útil revelar el mal de
otro?
Si las
imperfecciones de una
persona sólo la
perjudican a ella, no
hay ninguna utilidad en
divulgarlas. Pero si
pueden acarrear
perjuicio a terceros, se
debe atender de
preferencia al interés
del mayor número. Según
las circunstancias,
desenmascarar la
hipocresía y la mentira
puede constituir un
deber, porque más vale
que caiga un hombre que
muchos lleguen a ser sus
víctimas. En tal caso,
se debe pesar la suma de
las ventajas y de los
inconvenientes.
(Obra
citada, capítulo X, ítem
21.)
C. ¿Cuál
es el mayor mandamiento
de la ley de Dios?
A esta
pregunta Jesús
respondió: “Amarás al
Señor tu Dios con todo
tu corazón, y con toda
tu alma, y con todo tu
espíritu; éste es el
mayor y el primer
mandamiento. Y aquí
tenéis el segundo,
semejante a aquél:
Amarás a tu prójimo,
como a ti mismo.
Toda la ley y los
profetas están
contenidos en estos dos
mandamientos”.
(Obra
citada, capítulo XI,
ítems 1, 2 y 4.)
D. ¿Cuál
es el concepto espírita
de “amar al prójimo”?
Amar, en
el sentido profundo del
término, es ser leal,
probo, concienzudo, para
hacer a los demás lo que
se quiere para sí mismo;
es buscar en torno de sí
el sentido íntimo de
todos los dolores que
agobian a sus hermanos,
para aliviarlos; es
considerar como suya a
la gran familia humana,
porque a esa familia
todos la encontraremos,
dentro de cierto
período, en mundos más
adelantados.
En lo
relacionado a la
enseñanza de Jesús, que
debemos también amar a
los enemigos, el
Espiritismo nos explica
que amar a los enemigos
es no guardarles odio ni
rencor, ni deseos de
venganza; es
perdonarles, sin
segunda intención y sin
condiciones, el mal
que nos causen; es no
oponer ningún obstáculo
a la reconciliación con
ellos; es desearles el
bien y no el mal; es
experimentar júbilo en
vez de pesar, por el
bien que les suceda; es
socorrerlos si se
presenta la ocasión; es
abstenerse ya sea en
palabras o en actos, de
todo lo que les pueda
perjudicar; es,
finalmente, retribuirles
siempre bien por mal,
sin intención de
humillarlos. Quien
así procede, cumple las
condiciones del
mandamiento: Amad a
vuestros enemigos.
(Obra
citada, capítulo XI,
ítem 10, y cap. XII,
ítem 3.)
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