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Estudio Metódico del Pentateuco Kardeciano Português   Inglês

Año 7 317 – 23 de Junio de 2013

ASTOLFO O. DE OLIVEIRA FILHO                    
aoofilho@gmail.com
                                      
Londrina,
Paraná (Brasil)  
 
Traducción
Maria Reyna - mreyna.morante@gmail.com
 

 

El Evangelio según el Espiritismo

Allan Kardec 

 (Parte 23)
 

Continuamos el estudio metódico de “El Evangelio según el Espiritismo”, de Allan Kardec, la tercera de las obras que componen el Pentateuco Kardeciano, cuya primera edición fue publicada en abril de 1864. Las respuestas a las preguntas sugeridas para debatir se encuentran al  final del texto.

Preguntas para debatir

A. ¿Cuáles son las cualidades del hombre de bien?

B. ¿Por qué muchos espiritistas no aplican a sí mismos el alcance moral de las manifestaciones espíritas?

C. ¿Cómo podemos reconocer al verdadero espírita?

D. ¿Cómo debemos vivir en el mundo en que estamos?

Texto para la lectura

240. Si la riqueza es la causa de muchos males, si excita tanto las malas pasiones, si provoca incluso tantos crímenes, no es a ella a la que debemos culpar sino al hombre, que abusa de ella como de todos los dones de Dios. Si sólo debiera producir males, Dios no la habría puesto en la Tierra. Le corresponde al hombre hacerla producir el bien. Si no es un elemento directo de progreso moral, es, sin duda, un poderoso elemento de progreso intelectual. (Cap. XVI, ítem 7)

241. En efecto, el hombre tiene por misión trabajar por la mejoría material del planeta. Le corresponde allanarlo, sanearlo, prepararlo para recibir algún día a toda la población que su extensión permita. Para alimentar a esa población, que crece sin cesar, es necesario  aumentar la producción. Y para eso son necesarios los recursos. (Cap. XVI, ítem 7)

242. Hay en la Tierra ricos y pobres, porque siendo Dios justo, como es, a cada uno le ordena trabajar cuando es su turno. La pobreza es, para los que la sufren, la prueba de la paciencia y de la resignación; la riqueza es para los otros, la prueba de la caridad y de la abnegación. (Cap. XVI, ítem 8)

243. Los bienes de la Tierra pertenecen a Dios, que los distribuye según su voluntad, siendo el hombre sólo el usufructuario, el administrador más o menos íntegro e inteligente de esos bienes. Tanto no constituyen propiedad individual del hombre, que Dios con frecuencia anula todas las previsiones y la riqueza se le escapa a aquél que cree tenerla con los mejores títulos de posesión. (Cap. XVI, ítem 10, M., Espíritu protector)

244. Diréis que esto se comprende en lo concerniente a los bienes hereditarios, pero no en relación a los que son adquiridos por medio de su trabajo. Sin duda alguna, si hay fortunas legítimas, estas últimas lo son cuando se consiguen con honradez, porque una propiedad sólo se adquiere legítimamente cuando de su adquisición no resulta ningún daño para nadie. Se pedirá cuentas hasta del único centavo mal ganado, es decir, en perjuicio de otro. (Cap. XVI, ítem 10, M., Espíritu protector)

245. ¡Rico! Da lo que te sobra; haz más: da un poco de lo que te es necesario, porque lo que necesitas es todavía superfluo. Pero da con sabiduría. No rechaces al que se queja por recelo de que te engañe; ve a los orígenes del mal. Alivia primero; después, infórmate y ve si el trabajo, los consejos, el afecto mismo serán más eficaces que tu limosna. Difunde a tu alrededor con los socorros materiales, el amor a Dios, el amor al trabajo, el amor al prójimo. Coloca tus riquezas sobre una base que nunca te faltará y que te traerá grandes beneficios: la de las buenas obras. La riqueza de la inteligencia debes utilizarla como la del oro. Derrama alrededor de ti los tesoros de la instrucción; derrama sobre tus hermanos los tesoros de tu amor y ellos fructificarán. (Cap. XVI, ítem 11, Cheverus)

246. Siendo el hombre el depositario, el administrador de los bienes que Dios puso en sus manos, se le pedirán severas cuentas del empleo que les haya dado, en virtud de su libre albedrío. El mal uso consiste en aplicarlos exclusivamente para su satisfacción personal; el buen uso, al contrario, todas las veces que de ello resulte cualquier bien para los demás. El merecimiento de cada uno está en  proporción al sacrificio que se impone a sí mismo. (Cap. XVI, ítem 13, Fénelon)

247. La beneficencia es sólo un modo de emplear la riqueza; da alivio a la miseria actual; apacigua el hambre, preserva del frío y proporciona abrigo al que no lo tiene. Pero igualmente imperioso y meritorio es prevenir la miseria. Esta es, sobre todo, la misión de las grandes fortunas, misión a ser cumplida mediante los trabajos de todo tipo que con ellas se puede ejecutar. (Cap. XVI, ítem 13, Fénelon)

248. Sin embargo, si Jesús habla principalmente de las limosnas, es porque en aquel tiempo y en el país que vivía no se conocían los trabajos que las artes y la industria crearon después y en las cuales las riquezas pueden ser aplicadas útilmente para el bien general. A todos los que pueden dar, poco o mucho, diré, pues: dad limosna cuando sea necesario; pero tanto como sea posible, convertidla en salario, a fin de que aquél que lo reciba no se avergüence. (Cap. XVI, ítem 13, Fénelon)

249. El amor a los bienes terrenales constituye uno de los más fuertes obstáculos a vuestro adelantamiento moral y espiritual. Por el apego a la posesión de tales bienes, destruís vuestras facultades de amar, al aplicarlas todas a las cosas materiales. (Cap. XVI, ítem 14, Lacordaire)

Respuestas a las preguntas propuestas

A. ¿Cuáles son las cualidades del hombre de bien?

Enumerar todas las cualidades del hombre de bien es muy difícil. Estas son algunas de ellas, según las describió Allan Kardec. El verdadero hombre de bien es el que cumple la ley de justicia, de amor y de caridad, en su mayor pureza. Tiene fe en Dios y en el porvenir. Impregnado del sentimiento de caridad y de amor al prójimo, hace el bien por el bien mismo, sin esperar ninguna recompensa; retribuye bien por mal, toma la defensa del débil contra el fuerte, y sacrifica siempre sus intereses ante la justicia. Su primer impulso es pensar en los demás antes de pensar en sí mismo, cuidar los intereses de los otros antes que el suyo propio. Es bueno, humano y benevolente para con todos, sin distinción de razas ni de creencias, porque en todos los hombres ve a sus hermanos. Respeta en los demás todas las convicciones sinceras y no lanza anatemas a los que no piensan como él. 

En todas las circunstancias, toma a la caridad por guía. No alimenta odio, ni rencor, ni deseo de venganza; a ejemplo de Jesús, perdona y olvida las ofensas y sólo se acuerda de los beneficios, pues sabe que será perdonado como él hubiera perdonado. Es indulgente con las debilidades ajenas porque sabe que también necesita de indulgencia. Nunca se complace en hurgar los defectos ajenos, ni siquiera en ponerlos en evidencia. Estudia sus propias imperfecciones y trabaja sin cesar en combatirlas. No se envanece de su riqueza, ni de sus ventajas personales, porque sabe que todo lo que le ha sido dado, le puede ser quitado. Usa, pero no abusa, de los bienes que le son concedidos, porque sabe que es un depósito del que tendrá que rendir cuentas y que el más perjudicial empleo que le pudiera dar es el de aplicarlo para la satisfacción de sus pasiones. Si el orden social colocó bajo su mando a otros hombres, los trata con bondad y benevolencia, porque son sus iguales ante Dios. (El Evangelio según el Espiritismo, cap. XVII, ítem 3.)

B. ¿Por qué muchos espiritistas no aplican a sí mismos el alcance moral de las manifestaciones espíritas?

El motivo de esto es que en muchos de ellos aún son muy tenaces los lazos de la materia para permitir que el Espíritu se desprenda de las cosas de la Tierra. La niebla que los envuelve les quita la visión del infinito, por lo que no rompen fácilmente con sus inclinaciones ni con sus hábitos, ni comprenden que exista algo mejor que aquello de lo que están dotados. Creen en los Espíritus como  un simple hecho, pero esto nada o muy poco modifica sus tendencias instintivas. En una palabra: sólo divisan un rayo de luz, insuficiente para guiarlos y permitirles una aspiración poderosa, capaz de superar sus inclinaciones. Son espíritas todavía imperfectos, algunos de los cuales se quedan a mitad del camino o se alejan de sus hermanos en la creencia, porque retroceden ante la obligación de reformarse, o si no, reservan sus simpatías para los que comparten sus debilidades o prevenciones. (Obra citada, cap. XVII, ítem 4.)

C. ¿Cómo podemos reconocer al verdadero espírita?

Se reconoce al verdadero espírita por su transformación moral y por los esfuerzos que hace para dominar sus malas inclinaciones. Mientras que algunos están contentos con su horizonte limitado, el otro, que ve algo mejor, se esfuerza por desligarse de él y siempre lo consigue, si tiene una firme  voluntad. Ése es el verdadero espírita. (Obra citada, cap. XVII, ítem 4.)

D. ¿Cómo debemos vivir en el mundo en que estamos?

Un sentimiento de piedad debe siempre animar el corazón de los que se reúnen bajo la mirada del Señor e imploran la asistencia de los buenos Espíritus. No creamos, sin embargo, que exhortándonos sin cesar a la oración y a la evocación mental, los benefactores espirituales pretendan que vivamos una vida mística que nos mantenga fuera de las leyes de la sociedad. No. Ellos nos piden que vivamos con los hombres de nuestra época, como deben vivir los hombres. Que nos sacrifiquemos a las necesidades, incluso a las frivolidades del día, pero que lo hagamos con un sentimiento de pureza que pueda santificarlas. Seamos alegres, seamos dichosos, pero que nuestra alegría sea la que proviene de una conciencia limpia y sea nuestra felicidad la del heredero del Cielo que cuenta los días que faltan para entrar en posesión de su herencia. La virtud no consiste en que asumamos un aspecto severo y lúgubre, en que rechacemos los placeres que las condiciones humanas nos permiten. Basta con que dediquemos todos nuestros actos al Creador que nos dio la vida; basta que cuando comencemos o acabemos una obra, elevemos el pensamiento al Creador y le pidamos, en un impulso del alma, su protección para que obtengamos éxito o su bendición para ella, si la concluimos. En todo lo que hagamos, nos  remontemos a la fuente de todas las cosas, para que ninguna de nuestras acciones deje de ser purificada y santificada por el recuerdo de Dios. No imaginemos, por lo tanto, que para vivir en comunicación con los buenos Espíritus, para vivir bajo la mirada del Señor, sea necesarios el cilicio y las cenizas. (Obra citada, capítulo XVII, ítem 10.)     

 

 


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Revista Semanal de Divulgación Espirita