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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 8 359 – 20 de Abril de 2014

Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org
 

 

Jesús mandó a alguien


 

Lívia, de siete años, estaba muy triste. Sentada en la cama, ella lloraba. Su madre siempre peleaba con ella por cualquier cosa y la ponía castigos, y eso ella no lo soportaba más.

Ahora mismo, ella estaba castigada en el cuarto porque había peleado con su hermanita Bete, de dos años.

Lívia se sentía la más infeliz de todas las criaturas.

De repente, ella decidió: “Voy a huir de casa. Con certeza la calle es mejor que quedar aquí, donde a nadie le gusto”.

Así, Lívia aprovechó una hora en que todos estaban ocupados, para huir de casa sin que nadie la viera. Después del almuerzo era la mejor hora: el padre había vuelto para el trabajo, la madre estaba descansando, el hermano más mayor en la escuela y la pequeña Bete durmiendo.

De ese modo, cogió su maleta y dentro de ella colocó algunas cosas de que iría a necesitar: algunas piezas de ropas, la muñeca de su agrado, una barra de chocolate, y quedó esperando. Cuando vio la casa quieta, salió por la puerta del frente sin hacer ruido.
 

En la calle, nadie la vio. Se puso a caminar sin saber para dónde ir. Su corazoncito estaba apretado. Asegurando las lágrimas ella prosiguió, sintiéndose la más infeliz de todas las niñas.

Anduvo... anduvo....anduvo... Cuando vio, estaba fuera de la pequeña ciudad. Estaba en un caminito que no conocía, y no había nadie que pudiera informarle. Exhausta, se sentó sobre la maleta. No sabía qué hacer. ¡Estaba perdida!

Lívia se sintió muy sola. Deseaba correr para los brazos de la madre, sin embargo la madre no estaba allí. O para los brazos fuertes del padre,

que la erguían en lo alto, haciéndola gritar de miedo de la altura. O su hermano Hugo, que siempre había sido bueno para ella, enseñándole los deberes de la escuela cuando ella no conseguía hacer sola.

Lívia suspiró. ¡Echaba en falta hasta de la pequeña Bete! A ella le gustaba y se agarraba en sus piernas, queriendo pasear; ¡Lívia le daba la mano y la llevaba para la calzada, o iba hasta la kiosco de la esquina comprarle un dulce, que ella adoraba!

Lívia recordaba con nostalgía hasta de la escuela. Nunca más vería las amigas ni su profesora, tan buena y gentil. Sintiéndose infeliz y sola, Lívia comenzó a llorar.

Y lo que era peor. ¡Estaba anocheciendo! ¿Qué hacer? ¡En aquel lugar aislado, no tenía a quién recurrir! Oía ruidos extraños, ruidos de animales que la dejaban aterrorizada. Se agarró a un árbol, buscando abrigarse, temblando de miedo y de frío.

En ese momento, Lívia recordó que su madre siempre hacía plegaria con ella antes de dormir. Entonces, con ese feliz recuerdo, la niña oró a Jesús:

— ¡Señor Jesús, ayúdame! Manda a alguien que me socorra. Estoy con mucho miedo y sé que mi familia está preocupada conmigo. ¡Quiero volver para casa! ¡Siempre fui feliz allá, lo reconozco ahora! ¡Ayúdame, Jesús!

Después de esa plegaria salida del fondo del corazón, Lívia inclinó la cabeza y se puso llorar.              

Tanto la niña lloró que acabó adormeciendo. Despertó asustada, sintiendo que alguien le estiraba la manga de la ropa. Era un chico, vestido muy pobremente, con una gorra en la cabeza.

— ¿Qué estás haciendo aquí, niña? — él preguntó. — ¿Estás perdida? ¿Donde vives? — volvió a preguntar, preocupado por ver una chica tan pequeña sola en aquel lugar aislado, al anochecer.

Lívia estaba tan asustada que sólo pudo balancear la cabeza, concordando. Después, le explicó donde vivía. El chico abrió los ojos.

— ¡Tú andaste bastante! ¡Tú casa queda lejos de aquí! ¡Yo voy a llevarte a ti hasta allá! Pero, antes, ven conmigo hasta mi casa que es aquí cerca. Tú debes tener hambre.

Lívia aceptó; ya comió la barra de chocolate y estaba con hambre y sed.

Llegando a la casa de Felipe, él contó a los padres como la había encontrado. La casa era simple, pero acogedora. Los padres de él acogieron la visita con cariño. Después de tomar un delicioso plato de sopa, acompañado de pan casero, ella se despidió de los dueños de la casa agradeciéndoles por la acogida.

Así, en la compañía de Felipe, Lívia hizo el trayecto de vuelta para su hogar. Ahora más animada, ella iba conversando con su nuevo amigo y ni vio el tiempo pasar.
 

Al oír la confusión del portón, los padres de Lívia abrieron la puerta, llenos de esperanza. Al ver a la hija, corrieron a su encuentro, llenándola de preguntas:

— ¿Qué ocurrió, hija? ¿Dónde estabas tú? ¡No imaginas la aflicción en que quedamos! ¡Buscamos por todos lados, pero nadie sabía de ti!... — decía la madre, llorando y riendo de satisfacción.

— Gracias a Dios tú llegaste, hija. Entra. Después tú nos contarás donde estuviste — dijo el padre, más sereno, enlazándola con amor.
 

Hugo corrió hasta la hermana, hablando del alivio por verla bien; y la pequeña Bete se agarró a Lívia preguntando:

— ¿Tú te fuiste a pasear y no me llevaste? ¿Por qué?

— Yo no fui a pasear, Bete. ¡Es una larga historia! Después yo te cuento — dijo ella cogiéndola en brazos,  llorando y riendo a la vez.

Entraron en la sala y, sentados en el sofá, Lívia presentó a su nuevo amigo a los padres, y Felipe contó como había encontrado a la chica sola, en un camino desierto.

Después, Lívia explicó lo que había ocurrido durante las horas en que había quedado fuera de casa, y terminó por decir:

— Yo amo mucho a vosotros. Fue preciso estar sola, en un lugar aislado, pasando miedo y frío, para entender como me gustáis. ¡Gracias a Felipe estoy aquí! ¡Ahora reconozco que la familia es lo que la gente tiene de más importante en la vida!...

Abrazó a todos, prometió nunca más huir de casa, y contó:

— ¡Pedí ayuda a Jesús y Él mandó a Felipe para ayudarme! ¡Gracias, Jesús!...   

MEIMEI

(Recebida por Célia X. de Camargo, em 10/03/2014.)



                                                                                   



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