Lívia, de siete años,
estaba muy triste.
Sentada en la cama, ella
lloraba. Su madre
siempre peleaba con ella
por cualquier cosa y la
ponía castigos, y eso
ella no lo soportaba
más.
Ahora mismo, ella estaba
castigada en el cuarto
porque había peleado con
su hermanita Bete, de
dos años.
Lívia se sentía la más
infeliz de todas las
criaturas.
De repente, ella
decidió: “Voy a huir de
casa. Con certeza la
calle es mejor que
quedar aquí, donde a
nadie le gusto”.
Así, Lívia aprovechó una
hora en que todos
estaban ocupados, para
huir de casa sin que
nadie la viera. Después
del almuerzo era la
mejor hora: el padre
había vuelto para el
trabajo, la madre estaba
descansando, el hermano
más mayor en la escuela
y la pequeña Bete
durmiendo.
De ese modo, cogió su
maleta y dentro de ella
colocó algunas cosas de
que iría a necesitar:
algunas piezas de ropas,
la muñeca de su agrado,
una barra de chocolate,
y quedó esperando.
Cuando vio la casa
quieta, salió por la
puerta del frente sin
hacer ruido.
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En la calle, nadie la
vio. Se puso a caminar
sin saber para dónde ir.
Su corazoncito estaba
apretado. Asegurando las
lágrimas ella prosiguió,
sintiéndose la más
infeliz de todas las
niñas.
Anduvo...
anduvo....anduvo...
Cuando vio, estaba fuera
de la pequeña ciudad.
Estaba en un caminito
que no conocía, y no
había nadie que pudiera
informarle. Exhausta, se
sentó sobre la maleta.
No sabía qué hacer. ¡Estaba
perdida!
Lívia se sintió muy
sola. Deseaba correr
para los brazos de la
madre, sin embargo la
madre no estaba allí. O
para los brazos fuertes
del padre,
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que la erguían
en lo alto,
haciéndola
gritar de miedo
de la altura. O
su hermano Hugo,
que siempre
había sido bueno
para ella,
enseñándole los
deberes de la
escuela cuando
ella no
conseguía hacer
sola. |
Lívia suspiró. ¡Echaba
en falta hasta de la
pequeña Bete! A ella le
gustaba y se agarraba en
sus piernas, queriendo
pasear; ¡Lívia le daba
la mano y la llevaba
para la calzada, o iba
hasta la kiosco de la
esquina comprarle un
dulce, que ella adoraba!
Lívia recordaba con
nostalgía hasta de la
escuela. Nunca más vería
las amigas ni su
profesora, tan buena y
gentil. Sintiéndose
infeliz y sola, Lívia
comenzó a llorar.
Y lo que era peor.
¡Estaba anocheciendo!
¿Qué hacer? ¡En aquel
lugar aislado, no tenía
a quién recurrir! Oía
ruidos extraños, ruidos
de animales que la
dejaban aterrorizada. Se
agarró a un árbol,
buscando abrigarse,
temblando de miedo y de
frío.
En ese momento, Lívia
recordó que su madre
siempre hacía plegaria
con ella antes de
dormir. Entonces, con
ese feliz recuerdo, la
niña oró a Jesús:
— ¡Señor Jesús, ayúdame!
Manda a alguien que me
socorra. Estoy con mucho
miedo y sé que mi
familia está preocupada
conmigo. ¡Quiero volver
para casa! ¡Siempre fui
feliz allá, lo reconozco
ahora! ¡Ayúdame, Jesús!
Después de esa plegaria
salida del fondo del
corazón, Lívia inclinó
la cabeza y se puso
llorar.
Tanto la niña lloró que
acabó adormeciendo.
Despertó asustada,
sintiendo que alguien le
estiraba la manga de la
ropa. Era un chico,
vestido muy pobremente,
con una gorra en la
cabeza.
— ¿Qué estás haciendo
aquí, niña? — él
preguntó. — ¿Estás
perdida? ¿Donde vives? —
volvió a preguntar,
preocupado por ver una
chica tan pequeña sola
en aquel lugar aislado,
al anochecer.
Lívia estaba tan
asustada que sólo pudo
balancear la cabeza,
concordando. Después, le
explicó donde vivía. El
chico abrió los ojos.
— ¡Tú andaste bastante!
¡Tú casa queda lejos de
aquí! ¡Yo voy a llevarte
a ti hasta allá! Pero,
antes, ven conmigo hasta
mi casa que es aquí
cerca. Tú debes tener
hambre.
Lívia aceptó; ya comió
la barra de chocolate y
estaba con hambre y sed.
Llegando a la casa de
Felipe, él contó a los
padres como la había
encontrado. La casa era
simple, pero acogedora.
Los padres de él
acogieron la visita con
cariño. Después de tomar
un delicioso plato de
sopa, acompañado de pan
casero, ella se despidió
de los dueños de la casa
agradeciéndoles por la
acogida.
Así, en la compañía de
Felipe, Lívia hizo el
trayecto de vuelta para
su hogar. Ahora más
animada, ella iba
conversando con su nuevo
amigo y ni vio el tiempo
pasar.
Al oír la confusión del
portón, los padres de
Lívia abrieron la
puerta, llenos de
esperanza. Al ver a la
hija, corrieron a su
encuentro, llenándola de
preguntas:
— ¿Qué ocurrió, hija?
¿Dónde estabas tú? ¡No
imaginas la aflicción en
que quedamos! ¡Buscamos
por todos lados, pero
nadie sabía de ti!... —
decía la madre, llorando
y riendo de
satisfacción.
— Gracias a Dios tú
llegaste, hija. Entra.
Después tú nos contarás
donde estuviste — dijo
el padre, más sereno,
enlazándola con amor.
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Hugo corrió hasta la
hermana, hablando del
alivio por verla bien; y
la pequeña Bete se
agarró a Lívia
preguntando: |
— ¿Tú te fuiste a pasear
y no me llevaste? ¿Por
qué?
— Yo no fui a pasear,
Bete. ¡Es una larga
historia! Después yo te
cuento — dijo ella
cogiéndola en brazos,
llorando y riendo a la
vez.
Entraron en la sala y,
sentados en el sofá,
Lívia presentó a su
nuevo amigo a los
padres, y Felipe contó
como había encontrado a
la chica sola, en un
camino desierto.
Después, Lívia explicó
lo que había ocurrido
durante las horas en que
había quedado fuera de
casa, y terminó por
decir:
— Yo amo mucho a
vosotros. Fue preciso
estar sola, en un lugar
aislado, pasando miedo y
frío, para entender como
me gustáis. ¡Gracias a
Felipe estoy aquí!
¡Ahora reconozco que la
familia es lo que la
gente tiene de más
importante en la
vida!...
Abrazó a todos, prometió
nunca más huir de casa,
y contó:
— ¡Pedí ayuda a Jesús y
Él mandó a Felipe para
ayudarme! ¡Gracias,
Jesús!...
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
10/03/2014.)
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