El hombre
moderno,
investigador de
la estratosfera
y del subsuelo,
tropieza ante
los pórticos del
sepulcro con la
misma aflicción
de los egipcios,
de los griegos y
de los romanos
de épocas
pasadas. Los
siglos que
barrieron
civilizaciones y
refundieron
pueblos no
transformaron la
misteriosa
fisonomía de la
sepultura.
Milenario signo
de
interrogación,
la muerte
continúa
hiriendo
sentimientos y
torturando
inteligencias.
Ese, es el
inicio del
prefacio del
libro “Obreros
de la Vida
Eterna”, de
André Luiz, que
analiza cuatro
casos de
desencarnación.
El texto es
actualísimo,
salvo en el
tramo
investigador de
la estratosfera
y del subsuelo,
pues es escrito
en 1964, cuando
el hombre aún no
había
conquistado el
espacio cósmico.
Sin embargo, si
fuese escrito
hoy, tendría
sólo que cambiar
una palabra:
intercambiar
estratosfera por
cosmo, delante
del avance de la
Ciencia. Pero,
si la Ciencia
avanzó
grandemente en
el campo
material, el
hombre muy poco
progresó en
relación al
asunto “muerte”.
La muerte
amedrenta tanto
al ser humano,
que lo hace
asumir las más
variadas
posturas, desde
aquellas
infantiles, en
que demuestra su
inmadurez, hasta
otras en que
llega a negar su
condición de ser
racional. Es
profundamente
extraño que esa
criatura, que se
pavonea como el
rey de la
Creación, se
muestre tan
dolorosamente
sin preparación
delante de la
única certeza
común a todos
los seres
humanos: la
seguridad de la
muerte.
El asunto
incomoda tanto,
al punto de
hacer que
personas adultas
se comporten
como niños.
Veamos: si
preguntáramos a
una persona
dónde quiere ser
enterrada cuando
muera, casi
siempre oiremos
como respuesta
la designación
de un lugar de
su preferencia.
Enseguida, al
ser interrogada
sobre el destino
de su alma,
afirmará tener
esperanza de su
ida para el
cielo. Pero la
fragilidad de
ese
posicionamiento
es fácilmente
demostrable
delante de una
simple pregunta:
“¿Y si ella no
es para el cielo
y sí para el
infierno, qué le
importa a usted,
porque es
ella
quien va y no
usted? ¿Usted no
afirmó que desea
quedar enterrado
en tal lugar?
Ahora, si usted
va a quedar
enterrado en el
lugar que
escogió, no
importa el lugar
para dónde
ella
vaya. Usted
estará con su
lugar
garantizado en
la tumba
escogida”.
Duele pensar en
la muerte
Esas preguntas
causan
perplejidad y
llevan a muchas
personas, por
primera vez, a
usar su
razonamiento en
el examen del
asunto
muerte.
Tras algún
tiempo,
acostumbran a
aparecer salidas
como esta,
dichas hasta en
tono victorioso:
“¡No soy yo
quien va a ser
enterrado en tal
lugar; es mi
cuerpo!” Pero,
con esa
afirmación, en
vez de resolver
el problema, lo
agrava aún más…
El aire de
victoria
desaparece
inmediatamente,
al acordarse la
persona que ella
usó dos
posesivos:
mi
cuerpo y mi
alma.
Ahora, el
posesivo, como
bien enseñan la
gramática, es la
palabra que
indica posesión.
Si hay posesión,
hay poseedor.
¿Quién es el
poseedor de
aquel cuerpo y
de aquella alma?
¿Quién está
habilitado a
presentarse como
propietario y,
consecuentemente,
reclamarles la
posesión?
Es exactamente
esa falta de
racionalidad que
lleva al hombre
a huir del
asunto,
portándose como
el niño que, al
esconder el
rostro detrás de
las manos,
imagina haber
resuelto el
problema de su
escondite. O
como el avestruz
que, según
dicen, esconde
la cabeza bajo
la arena, al
encontrarse en
peligro.
La criatura
humana se niega
a pensar, porque
duele pensar en
la muerte.
Meditar,
reflexionar
sobre la
cuestión, sólo
puede revelarle
su fragilidad,
su falta de
preparación
delante del
magno asunto,
del inevitable
acontecimiento.
¿Y cual es la
salida para esa
situación
embarazosa? La
única posición
lógica es que el
hombre asuma su
condición de
Espíritu
inmortal,
detentor de la
posesión de un
cuerpo físico,
por el cual él
se manifiesta
temporalmente,
mientras ese
cuerpo tenga
vida, pues es el
Espíritu quien
piensa, quien
aprende, quien
odia, quien ama.
El cuerpo es
mero instrumento
de uso
transitorio. Se
puede hasta
decir que es
descartable. El
Espíritu, no. Él
es inmortal,
indestructible.
Es el archivo
vivo de todas
las experiencias
vividas durante
el camino
terreno. En el
cuerpo
espiritual, que
sobrevive a la
muerte del
cuerpo físico,
conforme enseña
Pablo (I Co,
cap. 15), queda
registro de
todas las
experiencias
vividas por la
criatura humana.
Hay cuerpo
animal y también
cuerpo
espiritual
En ese tramo de
su carta a los
Corintios, el
Apóstol deja muy
clara la
resurrección en
cuerpo
espiritual:
“¿Cómo
resucitarán los
muertos? ¿Y con
qué cuerpo
vendrán?” Y, más
adelante, dice:
“Así también la
resurrección de
los muertos. Si
siembra el
cuerpo en
corrupción;
resucitará en
incorrupción.”
(v. 42); “Si
siembra cuerpo
animal,
resucitará en
cuerpo
espiritual. Si
hay cuerpo
animal, hay
también cuerpo
espiritual.” (v.
44). Y, para no
quedar duda en
cuanto a la
naturaleza del
cuerpo de la
resurrección,
dice: “Y ahora
digo esto,
hermanos: que la
carne y la
sangre no pueden
heredar el reino
de Dios, ni la
corrupción
heredad la
corrupción.” (v.
50).
Con el fenómeno
de la muerte, el
Espíritu se
aleja del cuerpo
que ya no más le
sirve como
instrumento,
pudiendo decir,
en la ocasión:
“Habité ese
cuerpo, me
sirvió él de
indumentaria
durante muchos
años”. El cuerpo
jamás podrá
decir: “Ese
espíritu que ahí
va fue mío”,
simplemente
porque el cuerpo
es materia
muerta, que
comienza a
descomponerse
tan pronto
ocurra la
muerte.
Al concienciarse
de esa realidad,
el hombre pasa a
tener una
verdadera
conciencia de
inmortalidad.
Mientras más
medita sobre el
asunto – desde
que está
desconectado de
explicaciones de
determinados
teólogos –,
tanto más
adquiere un
estado de
conciencia al
que se puede
llamar
“ciudadanía
espiritual”.
Pasa a sentirse
inmortal. La
muerte ya no más
se constituye en
aquel desastre
terrible a
doblar o
tripartirse el
ser: “Voy para
debajo de la
tierra, mi alma
va para el cielo
y yo para no sé
donde”.
Al asumir la
ciudadanía
espiritual, sus
horizontes se
ensanchan. Ya no
es sólo un
hombre, sino un
Ser inmortal,
cuyo destino no
se prende sólo a
la Tierra, ya
que se siente
pertenecer al
Universo, a las
“muchas moradas
de la casa del
Padre”, conforme
enseñanzas de
Jesús (Juan, 14:
2). Así
pensando,
llegamos a la
conclusión de
que somos
esencialmente
Espíritus,
actualmente
encarnados. ¡Un
día dejaremos
nuestro cuerpo
terrestre, como
Jesús dejó el
suyo,
conservando sólo
el cuerpo
celeste,
inmortal,
conforme el
Maestro, de
forma genial,
enseñó y
ejemplificó!
Jesús después de
la crucificación
La lección más
extraordinaria
acerca de la
inmortalidad,
dada por Jesús,
fue,
infelizmente,
sepultada por
los teólogos,
que prefirieron
crear la absurda
teoría de la
resurrección de
la carne, aunque
Pablo ya la
hubiera negado.
(I Co, 15: 50.)
En ese
particular, hay
puntos que deben
merecer
atención: ¿cómo
Jesús apareció
vestido como un
hombre de la
época – al punto
de Magdalena, al
verlo de
espalda, se
imaginó fuese
hortelano –, si
su cuerpo fue
retirado desnudo
de la cruz?
Ahora, como
prueban los
evangelistas,
sus ropas fueron
divididas entre
los soldados
que, según la
costumbre de los
romanos,
desnudaban a los
crucificados
(Jo, 19:23). Los
tratados
teológicos no
explican por qué
Jesús pasó a
actuar de manera
totalmente
diferente de
como actuaba
antes del
suplicio: había
pasado a
aparecer y
desaparecer
súbitamente y a
atravesar
puertas
cerradas. Además
de eso, no se
hospedó más en
casa de nadie;
no hizo más
comidas
habituales como
había hecho
hasta entonces.
¿Será que
durante esos
cuarenta días
que median la
resurrección y
el ascenso,
Jesús no quiso
mostrar que
continuaba vivo,
sino que no
estaba más
encarnado? Si el
cuerpo era
carnal, ¿por qué
no había actuado
así antes? ¿Por
qué volvería
para el “cielo”,
llevando un
cuerpo que no
hubo tenido
antes? Y,
razonando en
consonancia con
el dogma
católico-protestante,
de Jesús haber
sido el propio
Dios encarnado –
o por lo menos
un tercio de la
Trinidad –,
¿cómo podría
llevar un cuerpo
físico generado
en la Tierra y
añadirlo a la
Divinidad? En
ese caso, Dios
no estaría
completo hasta
entonces, pues
aquello que está
completo no
acepta más
incremento
alguno... Además
de eso, ese
razonamiento
sería aceptable
durante la Edad
Media, cuando la
Tierra gozaba
del estatus de
ser el centro
del Universo,
pero hoy,
delante de lo
que se conoce
acerca del
Cosmo, es
inaceptable tal
teoría, incluso
que el Universo
fuese
constituido sólo
por nuestra
galaxia, la Vía
Láctea.
¿Qué ocurrió con
el cuerpo de
Jesús?
Queda, sin
embargo, para
muchas personas,
una pregunta que
invariablemente
aparece cuando
son hechos estos
comentarios: Si
la tumba estaba
vacía y el
cuerpo con que
Jesús se
presentaba era
espiritual,
¿dónde había
quedado su
cuerpo físico?
El Maestro,
evidentemente,
no podía
esclarecer el
asunto a
aquellos con
quienes hubo
convivido,
conforme se
comprueba en sus
palabras, ya
citadas: “Aún
tengo mucho que
deciros, pero no
lo podéis
soportar ahora”
(Juan, 16:12).
Cumpliendo la
promesa de
Jesús, el
Consolador viene
a recordar sus
lecciones y
explicar muchos
hechos que
fueron
registrados por
los
Evangelistas,
pero que en la
época no fueron
comprendidos,
como las súbitas
apariciones de
Jesús en el
cenáculo,
atravesando
puertas cerradas
(Juan, 20:19) y
en la pesca
(Juan: 21:4 a
14), y su
desaparición
desconcertante
delante de los
compañeros de
camino a Emaús
(Luc, 24:31).
Tales hechos,
tomados por
milagrosos por
muchos teólogos,
encuentran en el
Espiritismo
explicaciones
claras y
lógicas, no en
el campo de las
especulaciones
teológicas, sino
dentro de la
objetividad de
la Ciencia, en
las
investigaciones
del fenómeno de
materialización
– hoy llamado
como ectoplasma
por los
parapsicólogos –
llevado a efecto
por varios
científicos,
entre los cuales
se destaca la
figura de Sir
William Crookes,
el célebre
físico inglés,
que pudo probar
que el Espíritu
Katie King, con
su cuerpo
espiritual
materializado,
se limitaba
dentro del plano
material como si
estuviera
encarnado,
haciéndose
visible, audible
y tangible. (Cf.
“Hechos
Espíritas”,
William Crookes;
“Historia del
Espiritismo”,
Arthur Conan
Doyle.) (1)
En cuanto a la
desaparición del
cuerpo físico de
Jesús, se puede
tener una
aclaración sobre
la disipación de
fluidos
remanentes en
cadáveres, en el
libro “Obreros
de la Vida
Eterna”, de
André Luiz
(caps. 15 y 16).
Se trata de una
operación
piadosa llevada
a efecto por
benefactores
espirituales,
que disipan en
la atmósfera los
fluidos
remanentes en el
cuerpo, antes de
la sepultura, a
fin de
resguardarlo de
la profanación
que podría ser
llevada a efecto
por Espíritus
inferiores,
habitantes de
los cementerios.
Haciéndose un
paralelo, es
lícito suponer
que el propio
Maestro se haya
encargado de
disipar las
energías
remanentes en su
cuerpo y, al
hacerlo, se
desmaterializó
Él
completamente.
Esa
desmaterialización
es la
explicación más
plausible para
la aparición de
la figura – de
frente y de culo
– grabada en la
pieza de lino
llamada El Santo
Sudario,
guardada por la
Iglesia Católica
como reliquia,
donde aparece la
figura de un
hombre
flagelado, con
heridas en la
cabeza, con
marca de una
herida en el
costado, con
marca de clavos
en los puños y
en los pies,
todo conforme
descripciones
contenidas en el
Nuevo
Testamento.
Es fácil
entender que el
cuerpo de Jesús
no podría quedar
en el túmulo,
pues cuando se
divulgara la
noticia que el
Maestro
resurgirá de la
muerte su cuerpo
sería fatalmente
expuesto por los
sacerdotes, a
fin de negar la
resurrección,
que, para casi
todos, era sólo
física.
El Maestro no
podía explicar
todo lo que
ocurría, por
falta de madurez
de aquellos con
quienes
convivía, por
eso prometió:
“Pero aquel
Consolador, el
Espíritu Santo,
que el Padre os
enviará en mi
nombre, ese os
enseñará todas
las cosas y os
hará recordar de
todo cuanto os
he dicho.”
(Juan, 14: 26)
Cumpliendo su
promesa, Jesús
nos envió el
Espiritismo, que
nos esclarece
acerca de
nuestra
inmortalidad.
(1)
El libro Hechos
Espíritas, de
William Crookes,
es objeto de
estudio metódico
y regular en
nuestra revista.
Clic en
http://www.oconsolador.com.br
para tener
acceso a la
primera parte de
ese estudio, que
se inició en la
edición 376.
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