Cayo, de ocho años, aún
acostado en su cama,
miró por la ventana que
su mamá había abierto
con cariño y vio el
hermoso día, el sol que
brillaba allá en lo alto
y el viento fresco y
agradable que acariciaba
su rostro.
- ¡Mira el bello día que
Dios nos dio! ¡Vamos a
salir de la cama,
cambiarnos de ropa y
pasear aprovechando la
mañana! – invitó la
mamita, sonriente.
Pero el niño,
desanimado, movió la
cabeza, no aceptando la
sugerencia:
- No, mamá. No tengo
ganas de salir a pasear.
- ¿Pero por qué, hijo
mío?
- Hoy no me siento bien,
mamá – respondió él con
lágrimas en los ojos.
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La mamá se sentó en la
cama, lo abrazó con
inmenso cariño y
preguntó:
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- ¿Qué te pasa, Cayo?
- No sé, mamá. ¡No tengo
ánimo para nada! Y
siento mucho frío… -
dijo, arropándose más
con las colchas.
Preocupada, la mamá tomó
el termómetro y lo
colocó debajo del brazo
de Cayo. Luego lo retiró
y exclamó asustada:
- ¡Treinta y nueve
grados! Tienes fiebre,
Cayo. ¡Levántate!
Te voy a llevar al
médico.
De mala gana el niño se
dejó vestir y fueron al
consultorio del médico,
quien lo examinó y dijo
después:
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- Lo que tienes, Cayo,
es una inflamación de
garganta. Voy a darte un
medicamento y pronto
estarás bien de nuevo.
Ahora, toma bastante
líquido, jugos, leche,
agua. Nada de helados,
¿me escuchaste? – dijo,
escribiendo una receta y
entregándosela a la
mamá.
- Sí, doctor.
- ¡Perfecto!
Entonces, quiero verte
de nuevo la semana que
viene. ¡Que tengan un
buen día!
La mamá y Cayo salieron
del consultorio y
pasaron por la farmacia
para comprar el remedio.
Al llegar a casa, Cayo se costó de
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nuevo y la mamá le trajo
el medicamento para que
lo tome. |
- Ahora duerme un poco
más, hijo. Pronto te
sentirás mejor.
Sin embargo, una semana
después, Cayo todavía
tenía dolor de garganta
y el remedio no hacía
efecto. Volvieron a ver
al médico, que cambió el
medicamento. Pero Cayo
no mejoraba nada.
Preocupada, la mamá no
sabía que más hacer,
hasta que una vecina
sugirió:
- ¿No será que el
problema de Cayo está
relacionado a algún otro
motivo, Neide, incluso
de tipo emocional?
- ¡¿Pero cuál?!... – se
preguntó la mamá,
preocupada.
- Intenta hablar con él.
Puede ser algún problema
del que él no se haya
dado cuenta.
La mamá agradeció a la
vecina y fue hacia el
cuarto de Cayo. Se sentó
en la cama y miró a su
hijo, que seguía pálido
y triste. Lo abrazó y le
preguntó si tenía algún
problema que quisiera
compartir con ella. El
niño se quedó con los
ojos llorosos y dijo:
- Mamá, ¡estoy en cama
hace días y nadie ha
venido a verme! ¡Ninguno
de mis amigos se ha
acordado de mí!... ¿Por
qué será?
- No sé, hijo, mío.
¿Pasó algo entre
ustedes? – preguntó la
mamá.
- No. ¡Sólo que a ellos
les gusta exhibirse!
¡Viven trayendo juguetes
nuevos a la escuela para
que sintamos envidia!
¡Y
yo
no aguanto más
eso!...
La verdad, nos peleamos
y no quiero saber más de
ellos.
- ¡Ah!... Entonces es
por ese motivo que ellos
no vienen a visitarte.
Quién sabe, si los
llamaras para
disculparte…
- ¡De ninguna manera,
mamá! Todavía tendrán el
coraje de traer sus
juguetes para
mostrármelos. ¡Y eso no
lo voy a soportar!
La mamá miró hacia su
hijo y entendió. Era la
envidia, un sentimiento
muy negativo que
dominaba a Cayo y que
había afectado su
garganta, como reacción
contra la situación
creada con los
compañeros de la
escuela.
Ella se quedó callada
por unos instantes,
después sugirió:
- Cayo, no te dejes
dominar por la envidia.
Ese sentimiento está
haciéndote mal, y afectó
tu garganta, que es tu
punto débil, como un
recurso para no pedir
disculpas a tus amigos.
El niño comenzó a llorar
copiosamente. La mamá
notó que él sabía el
motivo y, comprensiva,
dejó que llorara sin
decir nada. Cuando Cayo
dejó de sollozar,
calmándose, asintió:
- Mamá, tienes razón.
Yo tenía envidia de
ellos.
- ¿Pero por qué, hijo
mío? ¿Ellos tienen
juguetes iguales a los
tuyos?
- ¡No!
- Entonces, ¿no crees
que ellos pueden haber
llevado sus juguetes a
la escuela para que tú
los vieras, tal vez con
envidia de “tus”
juguetes?
Cayo levanto la cabeza,
se enjugó los ojos y
exclamó:
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- ¡No había pensado en
eso, mamá!
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- Pues así es, Cayo. Tal
vez ellos sentían
envidia de ti, hijo mío.
Es común que los niños
tengan envidia unos de
otros.
El niño, ahora más
tranquilo, reflexionó
sobre la situación,
liberado del sentimiento
tan negativo que lo
dominaba: la envidia.
Sonrió y dijo:
- Mamá, voy a hacer lo
que me sugeriste. ¡Voy a
llamarlos, a contarles
que estoy enfermo y que
extraño nuestros juegos!
¿Qué opinas?
- ¡Perfecto, Cayo!
Haz eso, hijo mío. Y tu
garganta, ¿cómo está?
- Mucho mejor, mamá.
Mucho mejor. ¡Casi no me
duele más!...
MEIMEI
(Recibida por Célia X.
de Camargo, el
23/03/2015)
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