Un viejo estaba sentado
en un jardín descansando
de sus actividades
diurnas. Con
satisfacción, el anciano
aspiraba el aroma de las
flores cuando vio
acercarse a un jovencito
de catorce años que se
sentó en un banco
cercano.
Andrajoso, el muchacho
se veía triste y
desanimado.
¿Qué estaba haciendo el
chico en la calle a esa
hora? Estaba
anocheciendo y las
personas pasaban
corriendo hacia sus
hogares.
Compadecido, el
bondadoso viejito se le
acercó buscando la
conversación. Pronto se
enteró que el muchacho
había abandonado su
hogar porque deseaba
vivir por su cuenta.
Entonces, preguntó al
muchacho con voz serena:
- ¿Te gustan las
historias?
A una señal afirmativa
del jovencito, le dijo:
- Entonces te voy a
contar una historia que
nos dejó Jesús hace casi
dos mil años.
Y el viejito empezó a
contar, ante la mirada
atenta del chico:
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- Un hombre
tenía dos hijos
que eran toda su
alegría. Un día,
el más joven
dijo a su padre:
Dame parte de tu
riqueza que me
pertenece. El
padre, ante
dicho pedido,
repartió sus
bienes, dando a
cada uno de sus
hijos lo que
correspondía por
herencia. Pocos
días después, el
hijo menor
empacó sus cosas
y se fue a un
país lejano.
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Viéndose libre
de la autoridad
paterna, el
joven, que no
era muy
juicioso, gastó
todo lo que
poseía en
bebidas, mujeres
y juegos.
Cuando se dio
cuenta,
era demasiado
tarde.
Estaba en la más
absoluta
miseria. No
tenía dónde
dormir ni qué
comer. |
Por esa época, una gran
sequía azotó la región y
el hambre se extendió.
Sin recursos, el joven
pidió ayuda a un hombre
de aquel país a quien le
contó sus desventuras y,
conmovido, lo envió a
sus campos para que
cuide a los cerdos.
Los cerdos se
alimentaban de
algarrobos, es
decir, los
frutos de un
árbol llamado
algarrobo, que
son unas vainas
con pulpa dulce
y nutritiva
utilizada para
alimentar
animales. Sin
embargo, ni
siquiera le
daban de la
comida de los
cerdos, y pasó
mucha hambre. Se
acordó entonces
de su casa y
sintió nostalgia
de su padre, que
siempre había
sido muy bueno.
Se arrepintió de
lo que había
hecho y recordó
que en casa de
su padre todos
|
|
eran tratados
bien y vivían
felices. ¡Y él,
ahí, no tenía
nada para comer!
Entonces, el
joven tomó una
decisión: |
- Ya sé lo que haré.
Volveré a casa y le diré
mi padre: Padre, he
pecado contra el cielo y
contra ti; ya no soy
digno de ser llamado
hijo tuyo. Pero, si me
aceptas, seré un simple
empleado en tu casa.
|
Lleno de esperanza el
muchacho así lo hizo.
Regresó a su país y a su
hogar. El viaje fue
difícil y agotador,
porque él no tenía más
recursos para los gastos
de viaje. Sin embargo,
no se desanimó y siguió
hasta llegar a su casa.
De lejos, el padre lo
vio y se conmovió del
estado de miseria de su
hijo. Lleno de compasión
corrió a su encuentro,
lo abrazó y lo besó con
cariño.
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Y el hijo le dijo a su
padre:
- Padre, he pecado
contra el cielo y contra
ti y no soy digno de ser
llamado hijo tuyo.
Estaría feliz si me
aceptaras como un
empleado de tu casa.
El generoso padre, que
nunca dejó de amar a su
hijo, ordenó a los
empleados:
- ¡Traigan el mejor
vestido para mi hijo!
Coloquen un anillo en su
dedo y sandalias en sus
pies. ¡Hagamos una
fiesta y regocijémonos,
porque este hijo mío
estaba perdido y fue
hallado, estaba muerto y
ha vuelto a la vida!
Y así se hizo. Cuando el
hijo mayor regresó del
campo y oyó el sonido de
la música y de la
fiesta, preguntó a uno
de los criados qué
estaba pasando. El
criado le explicó: Tu
hermano regresó sano y
salvo y tu padre ha
mandado matar a un buey
joven y gordo para
celebrar su regreso.
Enojado y lleno de
celos, el hijo mayor no
quiso entrar en la casa.
El padre, avisado de lo
que estaba sucediendo,
fue a buscarlo, y el
hijo le manifestó su
enojo:
- ¡Padre! Hace muchos
años que te sirvo
cumpliendo todos tus
deseos y nunca gané ni
un cabrito para celebrar
con mis amigos. Sin
embargo, mi hermano, que
gastó su dinero en
placeres, ¡¿es recibido
con una gran fiesta?!
...
El padre bondadoso,
queriendo conducirlo
hacia la bondad y el
perdón, le dijo:
- Hijo, tú siempre estás
conmigo y todo lo que es
mío también te
pertenece. Pero es justo
que nos alegremos por el
regreso de tu hermano,
que estaba perdido y fue
hallado, estaba muerto y
ha vuelto para vivir a
nuestro lado y para
nuestra alegría.
*
La noche había caído por
completo y poco a poco
las luces de la plaza
fueron iluminándose.
El anciano se quedó en
silencio. El jovencito,
que se había quedado
pensativo, suspiró. Con
aire de profunda
comprensión, se volteó
hacia el anciano,
murmurando con voz
emocionada:
- Entendí el mensaje.
Logró convencerme.
Volveré a casa. Mis
padres deben estar
preocupados por mi
ausencia y sé que
estarán felices de
verme.
Se puso de pie y,
extendiendo su mano al
viejito, concluyó con
lágrimas en los ojos:
- Gracias. Después de
todo, no hay mejor lugar
que nuestra casa, y no
hay problema que un poco
de comprensión y buena
voluntad no puedan
resolver.
TIA CÉLIA
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