Palestina
está
situada
en la
región
denominada
por los
europeos
como
Oriente
Próximo.
Siempre
fue un
país
pequeño,
con área
equivalente
al País
de
Gales, a
Bélgica
y a
Sicilia
juntos.
Jerónimo,
uno de
los
“padres
de la
Iglesia”,
que
vivió
largo
tiempo
cerca de
Belén y
conocía
bien el
país,
calculó
que su
extensión
del
Norte
hasta el
Sur no
era
mayor
que 160
millas
romanas,
cerca de
145
millas
inglesas,
o sea,
la
distancia,
por
ejemplo,
entre
Florencia
y Roma.
Las
distancias
son
mínimas.
Reportándonos
al
tiempo
de
Jesús,
por
ejemplo,
un viaje
de
Nazaret
a
Jerusalén
podía
durar
dos
días.
Los
israelíes
conocían
bien su
país y
lo
amaban
profundamente.
Libros
enteros
del
Antiguo
Testamento,
como los
Cantos
de
Salomón,
están
repletos
de ese
sentimiento.
Los
habitantes
de
Palestina
de hace
más de
dos mil
años (la
mayor
parte de
la
población)
estaban
convencidos
de que
no se
hallaban
allí por
casualidad;
de que
su
presencia
en el
país
poseía
un
significado;
de que
Dios los
había
establecido
en
aquella
tierra.
En
tiempo
de
Salomón,
se
estimaba
que no
habría
allí un
millón
de
habitantes.
En el
tiempo
de
Jesús,
si
calculáramos
un total
de dos
millones,
estaremos
siendo
generosos.
Miles de
judíos
vivían
fuera de
Palestina.
Era
sentida
la falta
de ellos
en las
grandes
festividades.
Simón,
por
ejemplo,
que
ayudó a
Jesús a
cargar
la cruz,
había
nacido
en
Cirene,
Norte de
África;
en las
escuelas
de la
Ciudad
Santa
había
muchos
estudiantes
procedentes
de todas
las
comunidades
dispersas.
De entre
esos
alumnos
podríamos
citar
Saulo,
hijo de
un
fabricante
de
tiendas
de
Tarso,
en
Sicilia,
asistente
asiduo
de las
charlas
del
rabino
Gamaliel
y que se
haría el
apóstol
Pablo de
Tarso.
Hubo,
incontestablemente,
en
aquella
época,
una
emigración
judía.
En
griego,
el
término
usado
para
denominarla
es
diáspora,
es
decir,
dispersión.
Dondequiera
que se
encontraran,
las
colonias
judías
mostraban
las
mismas
características.
Se
mantenían
unidas,
de
manera
estable,
vivían
cerca
unos de
los
otros,
aunque
las
autoridades
griegas
y
romanas
no
hicieran
esa
exigencia.
En Roma,
vivian
en
distritos
diferentes.
Esas
comunidades
poseían
organizaciones
especiales.
Eran
democráticas
y los
asuntos
materiales
y
espirituales
se
mezclaban.
Una
reunión
servía
tanto
como
asamblea
de
oración
como de
discusión
política.
El
nombre
del
lugar
donde
era
elegido
el
consejo
de
ancianos
y el
jefe que
debería
defender
los
intereses
del
grupo,
el
etnarca
o
exarca,
era el
mismo
del
lugar en
que el
pueblo
cantaba
los
salmos.
La
reunión
de
asamblea
era
denominada,
en
hebraico,
kinneseth;
en
griego,
sunagoge,
del cual
viene el
término
sinagoga.
Um país
ocupado
Palestina
era un
país
ocupado.
Los
romanos
dominaban
enteramente
el país,
directamente
o a
través
de sus
siervos.
A la
vez,
seguían
sus
costumbres
y
permitían
que los
pueblos
conquistados
continuaran
bajo el
régimen
a que
eran
habituados.
Para el
romano,
como
para el
griego,
el
Estado
representaba
el
principio
gobernante
esencial.
La
ciudad-imperio
o el
imperio
se
reservaban
el
derecho
de
imponer
reglas a
los
súbditos,
según
sus
intereses.
Mientras
permanecieran
como
instrumentos
del
Estado,
la
religión
y la
adoración
religiosa
eran
reconocidas.
Eran
consideradas
deber
cívico,
en
consonancia
con la
fórmula
establecida
por el
Estado.
Era cómo
si César
“controlara
a Dios”.
Pero
para los
judíos,
Dios es
que
controlaba
al
César.
Por todo
eso, los
judíos
del
tiempo
de Jesús
enfrentaban
situaciones
en que
no se
sabían
cuáles
eran los
límites
entre el
reino de
César y
el Reino
de Dios.
Se
comprende,
de esa
forma,
el
momento
de la
escena
en que
los
oponentes
de Jesús
le
preguntaron
sobre la
legalidad
de pagar
impuestos
a las
autoridades
romanas,
a lo que
Jesús
respondió:
“Dad a
César lo
que es
de
César, y
a Dios
lo que
es de
Dios”.
Los
hijos
eran
bendiciones;
la
enseñanza,
excelente
En la
familia
judía,
el
nacimiento
de un
hijo era
lo más
importante
de los
acontecimientos,
celebrado
con
fiestas,
para las
cuales
eran
invitados
parientes,
amigos y
personas
que
vivieran
en las
proximidades.
Si el
hijo
fuera
del sexo
masculino,
los
saludos
eran
bastante
calurosos.
En caso
del
primogénito,
si fuera
del sexo
masculino,
el
entusiasmo
llegaba
al auge.
Todo
niño del
sexo
masculino
tenía,
por ley,
que ser
circuncidado,
ocho
días
después
del
nacimiento.
Ningún
judío
podía
huir a
esa
obligación.
En la
época de
Jesús,
la
circuncisión
era
tenida
no solo
como una
marca de
la
alianza,
sino
considerada
como un
acto de
purificación
ritual.
Durante
la
primera
semana,
probablemente
el día
de la
circuncisión,
el niño
recibía
un
nombre.
El
derecho
de
escoger
el
nombre
del hijo
pertenecía
al
padre,
el jefe
de la
familia.
El
nombre
escogido
correspondía
a
nuestro
primer
nombre.
Los
judíos
no
tenían
apellido.
No
significaba
decir
que el
sentimiento
familiar
no era
desarrollado.
El hijo
recibía
el
nombre
del
padre –
“hijo de
fulano”,
ben, en
hebraico
y bar,
en
arameo.
Ejemplo:
Juan ben
Zacarías,
Jonatan
ben
Hanan,
Yesua
ben
José. El
hijo más
viejo
recibía
generalmente
el
nombre
del
abuelo,
para
continuar
la
tradición
de
nombre y
distinguirlos
del
padre.
Educación
El niño
permanecía
los
primeros
años a
los
cuidados
de la
madre.
Las
hijas
quedaban
con la
madre
hasta el
día de
la boda.
Ellas
ayudaban
en los
trabajos
de la
casa,
cargaban
agua,
tejían y
colaboraban
también
en el
trabajo
rural.
El padre
cuidaba
de los
hijos y
los
iniciaba
en su
profesión
lo más
pronto
posible,
para que
pudieran
trabajar
con él,
inicialmente
como
aprendices,
después
como
oficiales.
La
educación
quedaba
a cargo
del
padre.
La
enseñanza
judía
era
excelente.
Los
verdaderos
israelíes
daban
mayor
importancia
a la
educación
moral
que a
todo lo
demás.
No
significaba
decir
que, en
el caso,
la
enseñanza
de la
escuela
fuera
despreciada.
Los
rabinos
decían
que él
era la
base de
todo y
absolutamente
indispensable.
La
escuela
era
conectada
a la
sinagoga.
Los
niños,
ricos o
pobres,
la
frecuentaban
desde
los
cinco
años de
edad. La
base de
la
enseñanza
era el
aprendizaje
de la
Torá (o
Pentateuco,
nombre
dado al
grupo de
los
primeros
cinco
libros
del
Antiguo
Testamento).
Lenguaje,
gramática,
historia,
geografía
eran
estudiadas
en la
Bíblia.
Ese uso
exclusivo
de las
Escrituras
en la
enseñanza
fue la
aparente
causa de
que
muchos
rabinos
nieguen
a las
niñas el
derecho
de
aprenderlas.
Pero no
todos
los
rabinos
defendían
esa
opinión.
En el
Talmud
(colección
de
escritos
de los
judíos,
conteniendo
explicaciones
y
tradiciones
referentes
a la Ley
de
Moisés;
fue
escrito
entre el
tercero
y el
sexto
siglo de
la era
cristiana)
hay un
tratado
que
impide
la
entrada
de las
niñas en
la
escuela,
pero ese
mismo
tratado
dice:
“Todo
hombre
debe
enseñar
la Torá
a su
hija”. A
juzgar
por
María,
madre de
Jesús,
se
comprende
que
muchas
niñas
judías
conocían
tan bien
las
Escrituras
como sus
hermanos.
El
Emisario
divino,
en el
corazón
de
Israel
Jesús
estuvo
integrado
en la
comunidad
judaica;
sus
padres
obedecieron
a todos
los
requisitos
de la
Ley, con
relación
a la
persona
de él.
Su
nombre,
Yesua, o
Jesús,
del cual
Josué es
otra
forma,
significaba
“Yahvé
es la
solución”,
o “Yahvé
nos
salva”.
Era un
nombre
judío
bastante
antiguo,
muy
encontrado
en la
Biblia.
Josué
fue el
nombre
del
famoso
juez de
Israel
que,
como
consta,
hizo
parar el
Sol en
su curso
(evidentemente,
se trata
de una
alegoría).
Según
Lucas,
3.29,
uno de
los
ancestrales
de Jesús
también
había
tenido
ese
nombre.
Los
padres
de Jesús
tenían
nombres
típicamente
judíos.
El
patriarca,
administrador
del
Faraón
que
había
establecido
Israel
en
Egipto,
se
llamaba
José;
María
era un
nombre
de los
más
comunes
entre
las
mujeres
judías
en la
época.
Los
nombres
de los
parientes
de Jesús
eran
judíos.
Juan
(Yohanan)
– el
Batista
– sus
primos,
los
padres
de Juan:
Zacarías
e
Isabel;
Ana y
Joaquín,
sus
abuelas.
La casa
en que
Jesús
vivió en
Nazarét
antes de
iniciar
la
divulgación
de sus
enseñanzas
era una
habitación
humilde,
en forma
de cubo,
como las
habitaciones
que los
campesinos
de
Palestina
continuaron
construyendo.
La
apariencia
física
de él
era la
de un
judío,
como
prácticamente
eran
todos
aquellos
días:
cabellos
largos,
barba,
que no
era una
exigencia
necesaria,
cachos
laterales
(patillas)
– una
continuación
de los
cabellos
en las
sienes y
que la
Ley hizo
obligatorios.
Sus
ropas
eran las
ropas
usadas
por
todos.
El
Evangelio
nos
habla de
su
“túnica
sin
costuras”.
El
Mesías
De
manera
general,
Israel
no
reconoció
a Jesús
como el
Mesías
esperado.
Apenas
un
pequeño
grupo lo
seguia.
El
mensaje
de
Cristo
tuvo
cierta
influencia
y fue
generalmente
conocido
en
Galilea.
En el
resto de
Palestina
sus
repercusiones
deben
haber
sido
bastante
limitadas.
Los
judíos
de la
diáspora
deben
haber
oído
hablar
de él
casualmente,
por los
peregrinos
que
volvían
de
Jerusalén.
La
mayoría
del
pueblo
judío
probablemente
ignoraba
las
palabras
de
Jesús.
Ciertamente
la
opinión
pública
no se
entusiasmó
mucho y
gran
parte de
aquellos
que
estaban
al
corriente
de los
acontecimientos
no deben
haber
llevado
muy en
serio la
historia
de un
Mesías
en
Israel.
En la
época
los
Mesías
eran muy
comunes.
Entre el
nacimiento
de
Cristo y
la caída
de
Jerusalén,
hubo por
lo menos
seis
impostores
que así
se
proclamaban.
Los que
estaban
más bien
informados
habrían
considerado
el
pasaje
de Jesús
en la
Tierra
como
algo más
que un
hecho
común,
un fait
divers,
muy
inferior
a un
acontecimiento
de peso
nacional.
Empatia
Hubo,
sin
embargo,
un
sentimiento
de
simpatía
y
entusiasmo
por Él,
entre el
pueblo
común.
Lucas,
19.48,
dice que
“al
oírlo,
todo el
pueblo
quedaba
dominado
por él”.
Lucas se
refería,
ciertamente,
a la
multitud,
a la
populacho,
no a la
clase
dominante.
Los
llamados
“milagros”
que,
según
algunos,
Cristo
hizo
(sabemos
que
todas
sus
curas
son
explicadas
científicamente)
espantaron
a
muchos,
y muchos
se
hicieron
crédulos
después.
Pero a
los ojos
de los
incrédulos
de la
época no
era
señal de
que él
fuera el
Mesías,
pues
algunos
de los
profetas
habían
hecho
maravillas
que
ellos
denominaban
como
“milagros”,
por no
tener
capacidad
de
explicarlos.
A
finales
de su
Evangelio,
Juan
dice:
“Hay,
sin
embargo,
muchas
otras
cosas
que
Jesús
hizo; y
si cada
una de
las
cuales
fuera
escrita,
cuido
que ni
aún todo
el mundo
podría
contener
los
libros
que se
escribieran”.
El mayor
(y
único)
milagro
que
Jesús
hizo fue
el de
haber
implantado
en
nuestro
corazón
de
Espíritus
duros,
imperfectos,
recalcitrantes,
la
semilla
duradera
de su
Evangelio.
El
pasaje
de Jesús
por la
Tierra
fue tan
fulgurante
que
dividió
la
Historia
de la
Humanidad
en antes
y
después
de él.
Bibliografia:
“A vida
diária
nos
tempos
de
Jesus”,
de Henri
Daniel
Rops,
1961,
Sociedade
Religiosa
Edições
Vida
Nova,
SP.