De los Delitos y
de las Penas
La mediumnidad
al servicio del
Derecho
|
1. A partir de
la Codificación,
la mediumnidad,
no obstante la
incredulidad
sistemática de
algunos “sabios
y prudentes”,
perdió su
carácter
sobrenatural y
misterioso y
pasó a ser vista
como una
facultad natural
inherente al
propio hombre,
en los términos
de la colocación
hecha por Allan
Kardec (El Libro
de los Médiums,
nº 159), cuando
afirma que “todo
aquel que
siente, en grado
cualquiera, la
influencia de
los Espíritus,
es por ese
hecho, médium”.
La vida ha
demostrado que
ella se
manifiesta en
todo instante y a todas horas, y que no se
condiciona a la
|
voluntad
del
médium,
sobre
todo y
principalmente
en base
de la
constante
actuación
de los
espíritus
sobre
las
acciones
humanas,
conforme
nos
informa
la
pregunta
459 de
El Libro
de los
Espíritus. |
Delante de eso y
con miras a la
constante
interacción de
los planes
material y
espiritual, la
mediumnidad
puede ser vista,
modernamente,
como un medio
más de
comunicación,
que nada tiene
de excepcional,
inusitado o
fantástico, como
señala Herminio
Miranda, que la
considera un
“sistema de
comunicaciones
entre
inteligencias
situadas en
diferentes
grados de
conciencia”
1
La historia está
repleta de
acciones,
procedimientos y
actividades de
cuño mediúmnico,
en que pese a la
total ignorancia
de sus autores
con relación a
la facultad que
detentan. Tales
personas se
incluyen en el
vastísimo rol de
los llamados
“médiums
intuitivos”, en
los términos del
magisterio de
Kardec: “La
transmisión del
pensamiento
también se da
por medio del
Espíritu del
médium, o,
mejor, de su
alma, pues por
este nombre
designamos el
Espíritu
encarnado. El
Espíritu libre,
en este caso, no
actúa sobre la
mano, para
hacerla
escribir; no la
toma, no la
guía. El alma,
bajo ese
impulso, dirige
la mano y esta
dirige el lápiz.
Notemos aquí una
cosa importante:
es que el
Espíritu libre
no sustituye al
alma, ya que no
la puede
desplazar. La
domina, de mala
gana suya, y le
imprime su
voluntad”. Y
concluye: “En
esa situación,
el médium tiene
conciencia de lo
que escribe,
aunque no
exprese su
propio
pensamiento.
Es lo que se
llama médium
intuitivo” (LM,
p.223).
La ferocidad de
la Justicia
había llegado a
tal punto que ya
no convenía más
al pueblo
Por regla, casi
todos los
grandes
pensadores,
científicos,
artistas etc.
fueron, o son,
por eso mismo,
médiums. De
igual forma, no
escapan de esa
condición los
grandes tiranos
de la humanidad,
cuyos
procedimientos
ensangrentaron y
ensangrientan su
historia.
2. Uno de los
ejemplos más
impresionantes
de esa situación
es la conocida
obra De los
Delitos y de las
Penas, que
constituyó el
marco decisivo
para la
humanización del
Derecho Penal,
que, aunque
defendido y
predicado por
los grandes
nombres del
Iluminismo, no
conseguía
prosperar en
Europa, en
virtud de la
fuerte oposición
de los
detentores del
Poder, civil y
religioso.
De un modo
especial, la
oposición se
hacía sentir más
en Italia, en
base de la
influencia de
los Estados
Papales, cuyo
poderío político
era
incontestable.
Pero fue
exactamente en
ella que, a
partir de
mediados del
siglo XVIII,
todo lleva a
creer que una
pléyade de
Espíritus
reencarnó con la
específica
misión de
modificar la
estructura
sanguinaria y
cruel del
Derecho Penal,
lo que vino
efectivamente a
ocurrir a
finales del
siglo XIX, con
la creación de
la Escuela
Positiva o
Antropológica.
Hasta entonces
absurdos
innombrables
siempre fueron
cometidos en
nombre del
Derecho y de la
Justicia,
principalmente
de la Justicia
Criminal. Los
juristas de
entonces no sólo
recomendaban
como estimulaban
las crueldades
infringidas por
el sistema
procesal
vigente, más
allá de
sustentar que
las torturas
eran medios de
prueba normales
en todos los
ramos del
Derecho.
La ferocidad de
la Justicia
había llegado
hasta tal punto
que ya no
conmovía más al
pueblo de un
modo general. En
la introducción
constante de la
edición italiana
de 1944 del
libro de
Beccaria, de
autoría del
profesor de la
Universidad de
Firenze Piero
Calamandrei, él
recuerda que era
un espectáculo
común ver que la
misma “multitud,
que en un lado
forma un círculo
en torno a un
farsante, se
detiene en el
otro lado, con
el mismo
semblante de
despreocupación,
observando al
ahorcado, que se
balancea en el
aire; y los
canallas
juguetean
debajo, sin
preocuparse
siquiera del
lúgubre despojo
que se encuentra
suspendido sobre
sus cabezas”
2 .
Beccaria se
reveló un
fenómeno
inexplicable a
los ojos de los
intelectuales de
la época
En julio de
1764, en la
ciudad de
Livorno, un
joven noble
italiano, Cesare
Beccaria
Bonesana3,
Marques de
Beccaria, que en
la época contaba
veintiséis años
de edad,
escribió el
libro en
cuestión,
revelándose, por
primera vez y de
forma clara y
directa, contra
la maldad y las
crueldades
encubiertas por
el Derecho (vale
recordar que, en
esa ocasión,
Brasil era
regido por las
desventuradas
Ordenes
Filipinas):
“Recorramos la
Historia y
constataremos
que las leyes,
que son, o que
deberían ser,
convenciones de
hombres libres,
nada más han
sido que el
instrumento del
deseo momentáneo
de algunos, o
producto de una
ocasional y
efímera
necesidad; no
fueron dictadas
por un profundo
analista de la
naturaleza
humana que,
concentrando en
un único punto
todas las
acciones
humanas, las
considere con
miras a la
siguiente
finalidad: “el
máximo bienestar
compartido entre
el mayor número
de ciudadanos”.4
3. Beccaria se
reveló un
fenómeno
inexplicable a
los ojos de la
intelectualidad
de su
generación. Su
libro provocó
una enorme
polémica. Fue
acogido por los
espíritus
liberales de la
época y
rechazado por la
aristocracia
dominante,
y en especial
por la Iglesia,
que veía en él
un instrumento
peligrosísimo
para su política
de dominio
temporal, para
la debilitación
de los dogmas y
para la lucha
contra su cruel
antisemitismo
(al respecto,
vea El
Secuestro de
Edgardo Mortara
y El
Vaticano y los
Judíos,
ambos de David
I. Kertzer). No
es, pues, por
coincidencia o
por obra del
acaso que, entre
sus detractores
y enemigos,
pontificó la
figura del
Fraile Ángelo
Fachinei, que
defendía la pena
de muerte para
los que
desafiaban los
intocables
dogmas de la
Iglesia. Sin
embargo, su
éxito fue tan
grande que en
1807, solamente
en Italia, ya
había alcanzado
treinta
ediciones,
además de haber
sido
reiteradamente
traducido para
casi todos los
idiomas, hecho
que se repite
hasta el día de
hoy.
En el curso de
las reuniones de
la Academia, él
se mostraba
indolente y
desinteresado
El autor no
poseía ninguna
vocación ni
formación
jurídica
adecuada, aunque
se formara en
Leyes por la
Universidad de
Pavía, donde fue
un alumno
mediocre y
desinteresado. A
ese respecto, el
historiador
Cesare Cantú,
que integraba el
grupo de sus
admiradores, no
escondió su
sorpresa delante
de la obra, al
proclamar la
ignorancia de
Beccaria acerca
del tema tratado
en el libro: “De
leyes conoce
poco y aún menos
de historia”. El
autor del
prefacio retro
mencionado
exterioriza
igualmente su
sorpresa en base
de la obra,
hecho que
permite a los
que tienen ojos
para ver divisar
la nítida
actuación de la
Espiritualidad
en su
elaboración: “En
efecto, no debe
ser olvidado que
el marqués
Cesare Beccaria
no tuvo vocación
de jurista (esa
afirmación,
acerca de quien,
como él, tan
inmediatamente
se puso a
escribir sobre
materias
jurídicas, supo
hacerlo con tal
maestría que
aparece ante los
siglos, sólo por
este primer
ensayo, como el
fundador de la
escuela italiana
de derecho
penal…)”.
4. Después de la
conclusión del
curso jurídico,
Beccaria limitó
sus actividades
a las
discusiones
sobre política y
economía, en un
grupo formado
por él y por los
hermanos Pietro
y Alessandro
Verri, al que
dieron el nombre
de Academia
de los Puños.
Ajeno a los
problemas de
orden jurídico,
parecía
confirmar, con
su modo de
actuar, la
famosa frase de
Francesco
Carrara,
principal nombre
de la Escuela
Clásica del
Derecho Penal:
“Io sono
sventuratamente
convinto che
política e
giustizia nom
macquero soulle”
(Desgraciadamente
me convencí de
que la política
y la justicia no
nacieron
hermanas).
Según sus
biógrafos, De
los Delitos y de
las Penas no
nació de un frío
y mecánico
trabajo de un
investigador
erudito, sino de
un ímpetu
repentino de
revuelta contra
las crueldades
vigentes. De
hecho, a ese
respeto, él, en
una carta
dirigida a
Pietro Verri, se
confesó movido
por la “mi
tirana, la
imaginación”.
Esa “tirana” que
lo dominaba era,
incontestablemente,
su mediumnidad.
En el curso de
las reuniones de
la Academia, él
se mostraba
indolente y
desinteresado.
Estas
consideraciones
son una ligera
muestra de la
mediumnidad
de Beccaria
El ocio lo llevó
a un estado de
verdadera
desesperación,
por cuanto las
cuestiones
políticas ya no
lo entusiasmaban
más. Pidió,
entonces, a los
compañeros que
les sugirieran
un tema para que
pudiera
desarrollar y le
propusieron
escribir sobre
los problemas de
la justicia.
Aunque los
desconociera
enteramente, se
puso a la
ejecución de la
tarea y, a
ejemplo de los
médiums
psicógrafos,
lanzaba sus
ideas en hojas
de papel sueltas
y medio
desordenadamente.
Solamente
después de
escritas es que
fueron reunidas
de modo a formar
un libro, pero
aún así conviene
notar que las
dos primeras
ediciones ni
siquiera poseían
una división en
párrafos. Y la
prueba elocuente
de esa
mediumnidad está
en el relato de
Calamandrei, en
el aludido
prefacio de la
obra: “no
obstante, fue
precisamente esa
su imaginación
cuyo elogio
había sido
hecho, en otra
oportunidad, en
un artículo del
Il Caffè, lo que
se constituyó en
su fuerza de
escritor; fue
esa la misma
imaginación
quien, mientras
los amigos
disertaban y
discutían, como
dialécticos,
sobre la tortura
o sobre la pena
de muerte, le
pintó en vivo,
como si los
tuviera delante
de sus propios
ojos, las
convulsiones y
las maldiciones
de los
torturados; y lo
forzó a
escribir, bajo
la angustia
apremiante de
aquellas
visiones, como
si las páginas
le hubiesen sido
dictadas por los
propios
estertores de
las víctimas”.
5
5. Estas
consideraciones
contienen sólo
una ligera
muestra de la
inconfundible
mediumnidad de
Beccaria.
Además, como
refuerzo de esta
conclusión, es
de tener en
cuenta el hecho
de que sus
ideas,
desarrolladas a
lo largo de la
obra, reflejan,
casi un siglo
antes, aquello
que los
Espíritus de la
Codificación
dictaron a
Kardec. Hay una
perfecta
sintonía entre
lo que se
encuentra, por
ejemplo, en las
cuestiones 614,
615 y 619 del
Libro de los
Espíritus y su
afirmación sobre
la Justicia
Divina, in
verbis: “la
justicia divina
y la justicia
natural son,
por su propia
esencia,
inmutables y
constantes,
porque la
relación entre
sus objetos es
siempre el
mismo; sin
embargo, la
justicia
humana, o
sea, la
justicia
política, no
representando
más que una
reacción entre
la acción y el
estado mutable
de la sociedad,
puede variar en
la medida en que
esa acción venga
a ser ventajosa
o útil a la
sociedad, lo
que hace esa
justicia mejor
comprendida sólo
por aquellos que
analizan las
complicadas e
inconstantes
relaciones de
aquellos que
componen la
sociedad, en sus
acuerdos entre
sí”.
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