Continuamos el estudio
metódico de “El
Evangelio según el
Espiritismo”, de Allan
Kardec, la tercera de
las obras que componen
el Pentateuco
Kardeciano, cuya primera
edición fue publicada en
abril de 1864. Las
respuestas a las
preguntas sugeridas para
debatir se encuentran al
final del texto.
Preguntas para debatir
A. ¿Dónde
reside, efectivamente,
el poder de la oración?
B. ¿Les
es útil la oración a los
Espíritus que sufren?
C.
¿Cuándo y de qué manera
debemos orar?
D. ¿Qué
alegrías nacen de la
oración?
Texto para la lectura
377. A
pesar de que el hombre
nada puede en relación a
los otros males, y que
la oración sea inútil
para librar se de ellos,
¿no es mucho ya tener la
posibilidad de liberarse
de todos los que
devienen de su manera de
proceder? Ahora bien,
aquí se concibe con
facilidad la acción de
la oración, porque ella
tiene por efecto atraer
la inspiración benéfica
de los Espíritus buenos
y recibir de ellos la
fuerza para resistir a
los malos pensamientos
cuya realización puede
sernos funesta. En este
caso, lo que ellos hacen
no es alejar de nosotros
el mal, sino desviarnos
del pensamiento malo que
nos puede causar daño.
De esa manera, no
obstaculizan nada el
cumplimiento de los
decretos de Dios, ni
suspenden el curso de
las leyes de la
Naturaleza; sólo evitan
que las infrinjamos,
dirigiendo nuestro libre
albedrío. Pero actúan
sin que lo sepamos, de
manera imperceptible,
para no someter nuestra
voluntad.
(Cap.
XXVII, ítem 12.)
378. El
hombre se encuentra en
la posición de alguien
que solicita buenos
consejos y los pone en
práctica, pero
conservando la libertad
de seguirlos o no. Dios
quiere que así sea para
que todos tengan la
responsabilidad de sus
actos y el mérito de la
elección entre el bien y
el mal. Esto es lo que
el hombre siempre puede
estar seguro de recibir,
si lo pide con fervor,
siendo esto, pues, a lo
que se pueden aplicar
sobre todo estas
palabras: “Pedid y se os
dará”. (Cap. XXVII, ítem
12.)
379. Los
efectos de la oración,
sin embargo, no se
limitan a esto. He ahí
por qué todos los
Espíritus la
recomiendan. Renunciar a
la oración es negar la
bondad de Dios; es
rechazar su asistencia
hacia nosotros y, en
relación a los demás, al
bien que les podemos
hacer. (Cap. XXVII,
ítem 12.)
380. Al
acceder al pedido que se
le hace, Dios muchas
veces tiene como
objetivo recompensar la
intención, la devoción y
la fe de aquél que ora.
De ahí deriva que la
oración del hombre de
bien tiene más mérito a
los ojos de Dios y más
eficacia, porque el
hombre vicioso y malo no
puede orar con el fervor
y la confianza que sólo
nacen del sentimiento de
la verdadera piedad.
(Cap.
XXVII, ítem 13.)
381. Como
la oración ejerce una
especie de acción
magnética, se podría
suponer que su efecto
depende del poder
fluídico de aquél que
ora. Pero así no es,
porque los Espíritus al
ejercer sobre los
hombres esa acción,
cuando es necesario,
suplen la insuficiencia
de aquél que ora, ya sea
actuando directamente en
su nombre, o dándole
momentáneamente una
fuerza excepcional,
cuando lo consideran
digno de esa ayuda o
cuando ella puede serle
útil.
(Cap.
XXVII, ítem 14.)
382. La
persona que no se
considere lo bastante
buena para ejercer una
influencia saludable no
debe por esto abstenerse
de orar por el bien de
otros, con la idea de
que no es digna de ser
escuchada. La conciencia
de su inferioridad
constituye una prueba de
humildad, siempre grata
a Dios, que toma en
cuenta la intención
caritativa que le anima.
Su fervor y su confianza
son, pues, un primer
paso para su conversión
al bien, conversión que
los Espíritus buenos se
sienten dichosos de
incentivar. Sólo es
rechazada la oración del
orgulloso que deposita
la fe en su poder y en
sus merecimientos, y
cree que le es posible
sobreponerse a la
voluntad del Eterno.
(Cap. XXVII, ítem 14.)
383. El
poder de la oración está
en el pensamiento y no
depende de las palabras,
del lugar y del momento
en que se hace. Se
puede, pues, orar en
todas partes y a
cualquier hora, a solas
o en grupo. La
influencia del lugar o
del tiempo sólo tiene
relación con las
circunstancias que
favorezcan el
recogimiento. La oración
en común tiene una
acción más poderosa,
cuando todos los que
oran se asocian de
corazón a un mismo
pensamiento y persiguen
el mismo objetivo,
porque es como si muchos
clamasen juntos y al
unísono. (Cap. XXVII,
ítem 15.)
384. Dijo
Pablo a los Corintios:
“Si oro en una lengua
que no entiendo, mi
corazón ora, pero mi
inteligencia no recoge
fruto. Si alabáis a Dios
sólo de corazón, ¿cómo
un hombre de aquellos
que sólo entienden su
propia lengua responderá
Amén al final de vuestra
acción de gracias, si él
no entiende lo que
habéis dicho? No es que
vuestra
acción no sea buena,
sino que los otros no se
edifican con ella”. (1ª
Epístola a los
Corintios, cap. XIV, 11 a 17.)
La oración sólo tiene
valor por el pensamiento
que le acompaña. Ahora
bien, es imposible
acompañar un pensamiento
cualquiera que no se
comprende, porque lo que
no se comprende no puede
conmover el corazón.
(Cap.
XXVII, ítems 16 y 17.)
385. Los
Espíritus que sufren
reclaman oraciones y
éstas les son útiles,
porque se sienten menos
abandonados y menos
infelices, cuando
comprueban que hay
alguien que piensa en
ellos. Pero la oración
tiene sobre ellos una
acción más directa: los
reanima, les infunde el
deseo de elevarse
mediante el
arrepentimiento y la
reparación y,
posiblemente, les desvía
del pensamiento del mal.
En ese sentido, les
puede no sólo aliviar
sino abreviar sus
sufrimientos.
(Cap.
XXVII, ítem 18.)
386. No
existen penas eternas;
la ley de Dios es más
previsora. Siempre
justa, equitativa y
misericordiosa, no
establece ninguna
duración para la pena,
cualquiera que ésta sea.
(Cap. XXVII, ítem 20.)
387. La
ley del Padre se puede
resumir así:
a) El
hombre sufre siempre la
consecuencia de sus
faltas; no existe una
sola infracción a la ley
de Dios que quede sin su
castigo correspondiente.
b) La
severidad del castigo
está proporcionada a la
gravedad de la falta.
c) Para
cualquier falta, la
duración del castigo es
indeterminada; está
subordinada al
arrepentimiento del
culpable y a su retorno
a la senda del bien. La
pena dura tanto como la
obstinación en el mal:
sería perpetua si la
obstinación fuera
perpetua; la duración es
corta si el
arrepentimiento sucede
pronto.
d) Desde
el momento en que el
culpable clama
misericordia, Dios le
escucha y le concede la
esperanza. Pero no basta
el simple
arrepentimiento por el
mal ocasionado; es
necesaria la reparación,
razón por la que el
culpable se ve sometido
a nuevas pruebas en las
que puede siempre, por
su voluntad, practicar
el bien, reparando el
mal que hizo.
e) El
hombre es, de esta
manera, el árbitro de su
propia suerte; puede
abreviar o prolongar
indefinidamente su
suplicio. Su felicidad o
su desdicha dependen de
su voluntad de practicar
el bien. (Cap. XXVII,
ítem 21.)
Respuestas a las
preguntas propuestas
A. ¿Dónde
reside, efectivamente,
el poder de la oración?
El poder
de la oración está en el
pensamiento. Se puede,
por lo tanto, orar en
todas partes y a
cualquier hora, a solas
o en grupo. La
influencia del lugar o
del tiempo sólo tiene
relación con las
circunstancias que
favorezcan el
recogimiento.
(El
Evangelio según el
Espiritismo, cap. XXVII,
ítems 14 y 15.)
B. ¿Les
es útil la oración a los
Espíritus que sufren?
Sí. Las
oraciones les son
beneficiosas, porque al
comprobar que hay quien
piensa en ellos, se
sienten menos
abandonados e infelices.
Además, la oración tiene
sobre ellos una acción
más directa: los
reanima, les infunde el
deseo de elevarse
mediante el
arrepentimiento y la
reparación y,
posiblemente, les desvía
del pensamiento del mal.
En ese sentido, la
oración puede no sólo
aliviar sino abreviar
sus sufrimientos.
(Obra
citada, cap. XXVII,
ítems 18 a 21.)
C.
¿Cuándo y de qué manera
debemos orar?
Además de
las oraciones regulares
de la mañana y de la
noche y de los días
consagrados, la oración
puede ser dicha en
cualquier momento. En
cuanto a la manera de
orar, debemos hacerlo
con humildad,
agradeciendo a Dios por
todos los beneficios que
hemos recibido. La
oración de pedido debe
limitarse a las gracias
que necesitamos
realmente, siendo inútil
pedir al Señor que
abrevie nuestras
pruebas, que nos dé
alegrías y riquezas. En
efecto, debemos rogar al
Padre que nos conceda
los bienes preciosos de
la paciencia, la
resignación, la fe y,
sobre todo, la fuerza
que nos permita
mejorarnos cada día.
(Obra
citada, cap. XXVII, ítem
22.)
D. ¿Qué
alegrías nacen de la
oración?
La
oración es el rocío
divino que aplaca el
calor excesivo de las
pasiones. Hija
primogénita de la fe,
ella nos encamina hacia
la senda que conduce a
Dios. En el recogimiento
y la soledad, estaremos
con Dios. Avancemos por
los senderos de la
oración y escucharemos
las voces de los
ángeles, ¡Que armonía!
Ya no son el ruido
confuso y los sonidos
estridentes de la
Tierra; son las liras de
los arcángeles; son las
voces dulces y suaves de
los serafines, más
delicadas que las brisas
matinales, cuando
juguetean en el follaje
de nuestros bosques.
¡Entre qué delicias
caminaremos! Nuestro
lenguaje no podrá
expresar esa felicidad,
que tan rápida entra por
nuestros poros, tan vivo
y refrescante es el
manantial en el que se
bebe cuando se ora.
¡Dulces voces,
embriagadores perfumes,
que el alma oye y
aspira, cuando se lanza
a esas esferas
desconocidas y habitadas
por la oración! Sin
mezcla de los deseos
carnales, son divinas
todas las aspiraciones.
Carguemos, como Cristo,
nuestra cruz y
sentiremos las dulces
emociones que pasaban
por su alma, aunque
estuviese doblado bajo
el peso de un madero
infamante. (Obra
citada, cap. XXVII, ítem
23.)
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