Laurita estudiaba en la
escuela de su barrio, y
estaba en la tercera
serie del primer grado. No se preocupaba mucho con los estudios, pero
conseguía siempre
ser aprobada,
aunque con dificultad.
Ahora, ya casi al final del año, Laurita iba a hacer una prueba muy importante.
Su
madre
la aconsejaba a
estudiar, pero Laurita
respondía:
- Después. Ahora estoy
jugando.
- ¡Laurita, ven a
estudiar, hija mía!
- Más
tarde,
mamá.
Ahora necesito hablar
con mi amiga.
Algunas horas después la madre
atenta la llamaba nuevamente, y ella
replicaba:
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- Mañana, mamá. ¿Puedo ver la televisión? ¡Sólo un poquito!
Después estaba con sueño
y se iba a la
cama y, al día
siguiente, todo se repetía de la misma manera.
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Hasta que llegó el día de la prueba.
Nerviosa, Laurita fue a
la escuela y volvió
bastante
deprimida.
¡Una vergüenza! Recibió una nota de CERO
en la prueba y fue la
burla de
toda
la clase. A los otros
alumnos les fue bien y
encontraron las
preguntas fáciles. Sólo ella no sabía
nada
y,
por
tanto,
nada respondió.
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La profesora la llamo a
su
lado,
preguntando la razón de
aquel tremendo fracaso, sin embargo
Laurita, con la cabeza
baja y muy avergonzada,
nada
respondió.
Al llegar a casa se lo contó a su madre,
llorando mucho. Se
sentía humillada delante
de los compañeros de
clase, creía que no gustaba a nadie. Y tomó
una
decisión:
- ¡No voy más a la
escuela! No quiero
ver más a
nadie.
La
madre,
con cariño, le apartó
los cabellos diciéndole
con
ternura:
- No
te
comportes de esa manera,
hija mía. En verdad,
tu
recibiste
una
lección merecida.
Cogiste lo
que
plantaste, ¿entiendes? Como no estudias nada,
nada podrías saber,
¿no es? ¡Tú fracaso es,
por tanto, responsabilidad tuya!
La niña miró a la madre, sorprendida, ya parando de llorar.
- Puede
ser. Pero no
vuelvo más a la escuela.
¡Nunca
más! ¡Y, después, voy a
perder el año
entero!
Su
madre
sonrió, sabiendo
que no era el momento para insistir en el tema. Laurita iba a
reflexionar
y, probablemente,
cambiaría de actitud.
Para entretenerla, la
invitó
para
ir juntas a la panadería de la
esquina.
En el camino, la niña,
que se
distraía con el
movimiento de la calle,
piso una cáscara de plátano
que alguien tiró en la calzada. ¡Se llevó
el mayor
golpe!
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Rápidamente, toda dolorida y
mirando alrededor,
para
ver
si alguien presenció su
caída, Laurita
se levantó, avergonzada.
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La
madre
vio en aquel
incidente
la oportunidad para una lección, y no
perdió tiempo:
- ¿Por
qué tú
nos
te
quedaste
tirada en
el suelo?
Laurita miró a la madre, sorprendida y sin entender
la pregunta.
- ¿Qué?
¿Por qué no me
quedé
tirada en
el suelo? ¡Claro que no!
- ¡Ah! ¿Tú no pensaste
en quedarte
tirada en
la calzada?
Laurita replicó,
horrorizada:
- ¡Qué idea, mamá!
Naturalmente
que no.
¡Me levante lo más rápido
posible!
La señora moviendo la
cabeza, estando de
acuerdo:
- Eso mismo, hija mía.
Es así
como
debemos
obrar
siempre. ¿No piensas
que tu situación en la escuela sea más o menos la misma?
Laurita escuchó y
pareció
meditar por momentos.
- Piensa bien, querida. En nuestras vidas
las dificultades son
obstáculos que necesitamos superar. Y
no importa cuantas veces
tengamos
una caída, tenemos siempre que
levantarnos y
seguir
adelante.
La niña sonrió y sus
ojos se iluminaron.
- ¡Tienes razón, mamá! Una prueba mal
hecha no significa
nada, a
no ser que necesite
esforzarme más. Mañana
voy a la escuela.
Al día siguiente, pronto, Laurita volvió a las
aulas
y,
para su
alegría, la profesora le
dio una nueva oportunidad para que pudiese recuperar los
puntos perdidos.
Al
final,
aquel
problema
que
le pareció tan
grande y
sin solución, en verdad
era bien
pequeño.
Y Laurita, de ese día en
adelante, siempre
que se
veía en dificultades y
tenía
ganas de desistir, se acordaba de la lección
que
le dio
una
humilde y despreciada
cáscara de
plátano.
Tía Célia
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