Después de las clases,
Carlitos volvía para la
casa cuando, andando por
una calle de gran
movimiento, vio a un
hombre caído en la
calzada.
Condolido de la
situación del mendigo,
Carlitos deseó hacer
alguna cosa para ayudar.
¿Pero, cómo? Era pequeño
y nadie le prestaba
atención.
Intentó despertar al
pobre indigente, pero él
no se movió.
Asustado , el chico
intentó pedir ayuda a
los transeuntes, pero
todos estaban con prisas,
sin dirigirle una mirada
siquiera.
Un tanto desanimado,
Carlitos vio a un
sacerdote que se
aproximaba y se llenó de
esperanza. Abordó al
religioso, suplicando:
– ¡Padre, ayude a este
pobre hombre que esta
pasándolo mal!
El sacerdote lanzó una
mirada indiferente al
mendigo y respondió:
– Infelizmente, no puedo.
Tengo el tiempo contado.
Me dirijo a la iglesia
donde deberé rezar una
misa dentro de pocos
minutos.
Y diciendo así, siguió
su camino, dejando al
niño muy desorientado.
No pasó mucho, Carlitos
vio a un señor simpático
que se aproximaba,
sujentando algunos
libros.
Llenándose de valor,
pidió:
– Oh señor, que debe ser
un hombre bueno y que
debe leer mucho, a
juzgar por los libros
que lleva, ¿podría
auxiliar a este pobre
hombre?
El extraño miró al
infeliz estirado en la
calzada y, tocandose las
gafas, replicó:
– No puedo. Estoy a
camino de la biblioteca
donde debo entregarme a
importantes estudios.
Además de eso, él no
tiene
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nada que un café
bien fuerte y sin azúcar
no cure. ¡Está bebido! |
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Friamente, sin
preocuparse con la
aflicción del niño,
continuó su camino,
apresurado.
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Carlitos estaba casi
desanimado cuando vio a
su profesora de
Evangelización Infantil,
viniendo en su
dirección. Con ánimo
renovado, el niño corrió
a su encuentro,
afirmando satisfecho:
– Gracias a Dios tía
Marta que apareciste.
¡Mira, este pobre
hombre necesita de ayuda
urgente!
La profesora se
aproximó, mirando al
infeliz que continuaba
caído en la calzada.
Después, mirando el
reloj, dijo compungida:
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– Me gustaría poder
ayudar a ese desdichado,
Carlitos, pero
infelizmente estoy yendo
para casa y necesito
preparar la comida.
Estaba justamente a
camino del supermercado
donde deberé comprar lo
necesario antes que
cierre. |
Al oír esa disculpa, el
muchacho no contuvo su
impotencia. Sus ojos se
humedecieron y murmuró
más para sí mismo:
– ¿Será que ese pobre
hombre no encontrará
tampoco a un buen
samaritano?
Sorprendida, la
profesora preguntó:
– ¿Qué dices?
– Sí, tía Marta.
Acuérdate de la Parábola
del Buen Samaritano que
tú contaste el último
domingo? ¡Es esto! Estoy
aquí hace bastante
tiempo y nadie atiende
mis suplicas. Ya pasó
hasta un sacerdote, un
profesor, y nadie quiso
socorrerlo.
Hizo una pausa y,
mirando a la profesora
con los ojos grandes y
lúcidos, preguntó?
– ¿Será que no va a
aparecer un buen
samaritano, como en la
parábola que Jesús
contó?
Profundamente tocada por
las palabras del chico,
la profesora respondió,
avergonzada:
– Tienes razón,
Carlitos. Necesitamos
hacer alguna cosa por
este hombre.
Ella pensó un poco y se
acordó que, no lejos de
allí, existía un centro
de urgencia.
Decidida, telefoneó y,
no tardando mucho, una
ambulancia recogía al
mendigo, llevándolo para
atenderlo.
Marta fue con el niño
hasta el hospital, donde
el médico examinaba al
paciente. Algún tiempo
después, el doctor
informó:
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– Felizmente él llegó a
tiempo. Está enfermo y
en un estado de
debilidad tan grande
que, si no fuese por
ustedes, habría muerto.
Ahora recibirá el
tratamiento necesario
para su restablecimiento.
Ya está tomando el suero
y medicado, después
deberá quedar bien.
Llenos de alegría, Marta
y Carlitos se abrazaron.
Quedaron, después, que
todos los días irían a
visitar al nuevo amigo
en el hospital.
Emocionada, la profesora
afirmó:
– Gracias a ti, Carlitos,
¡hoy nosotros obramos
como verdaderos
cristianos!
Tía Célia
(Adaptación
de la Parábola del Buen
Samaritano, Lucas 10:30
a 37.)
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