Hay
quien
entienda,
a
ejemplo
de
Stephen
Kanitz,
que en
el
difícil
y poco
comprendido
campo de
la
asistencia
social,
existe
espacio
no sólo
para las
instituciones
que
“enseñan
a
pescar”,
sino
también
para las
que
practican
la
llamada
asistencias.
En este
último
caso
estarían
incluidas
las
organizaciones
que
atienden
a los
dependientes
químicos,
los
alcohólicos
y los
enfermos
en
general,
momentáneamente
impedidos
de
sustentar
su
prole.
El
asunto
viene
bien a
propósito
y debe
ser
meditado
por
todas
las
personas
que se
dedican
a la
asistencia
social,
espíritas
y no
espíritas.
No
existe,
en
efecto,
ni
podría
existir
conflicto
entre
las dos
modalidades
de
atención
social,
que
pueden
incluso
coexistir
en una
misma
organización
filantrópica,
donde al
lado de
acciones
volcadas
para la
promoción
social
sean
desenvueltos
trabajos
de
amparo a
criaturas
que
necesitan,
en el
momento,
más de
compasión
que de
instrucción.
Las
empresas
y
personas
solicitadas
para
cooperar
financieramente
con esas
instituciones
deben
también
tener
conciencia
de que
es
igualmente
valido
dar
prestigio
a las
que
“enseñan
a
pescar”
y las
otras,
desde
que
exista
seriedad
de
propósitos
y el
trabajo
proyectado
sea
realmente
prioritario
en la
región
en que
actúan.
En lo
tocante
a la
asistencia
social
espírita
hay, sin
embargo,
un
aspecto
que
nosotros,
los
espiritistas,
no
podemos
ignorar.
Relata
Manuel
Philomeno
de
Miranda
(“Tramas
del
Destino”,
capp.
196 a
199,
obra
psicografiada
por
Divaldo
P.
Franco)
que,
cuando
el
Centro
Espírita
“Francisco
Xavier”
tuvo su
edificación
planeada,
el
dirigente
espiritual
Natercio,
profundo
admirador
y
discípulo
de San
Francisco
Xavier,
que fue
en la
Tierra
un
incansable
propagandista
de la fe
cristiana,
recurrió
al fiel
Apóstol
de Jesús
suplicando
su
patrocinio
espiritual
para la
Casa que
sería
erguida,
cuya
meta era
incrementar
entre
los
hombres
el ardor
de la fe
y la
pureza
de los
principios
morales,
conforme
las
reglas
simples
de los
“seguidores
del
Camino”,
sin los
atavíos
del
dogmatismo
y de los
formalismos.
Después
que
concluyó
sus
explicaciones,
el
instructor
recibió
el aval
del
insigne
Misionero,
con una
condición:
que se
preservase
allí el
Evangelio
en sus
líneas
puras y
simples,
en un
clima de
austeridad
moral y
servicios
iluminadores
disciplinados,
con los
dispositivos
resultantes
para la
caridad
en sus
múltiples
expresiones,
teniéndose,
no
obstante,
en
cuenta
que los
socorros
materiales
serían
consecuencia
natural
del
servicio
espiritual,
prioritario,
inmediato,
y no los
preferenciales.
“No
deberían
olvidarse
de que
la mayor
carencia
aun es
la del
pan de
luz de
la
consolación
moral,
que el
Libro de
la Vida
propicia
hartamente.”
Recordando
el
episodio,
Manuel
Philomeno
de
Miranda
(obra
citada,
págs.
198 y
199) nos
advierte:
“Se
piensa
mucho en
estómagos
que
saciar,
cuerpos
que
cubrir,
dolencias
que
curar…
Sin
menospreciarles
la
urgencia,
el
Consolador
tiene
por meta
principal
el
espíritu,
el ser
en su
realidad
inmortal,
de donde
proceden
todos
los
acontecimientos
y
situaciones,
que se
exteriorizan
por el
cuerpo y
mediante
los
contingentes
humanos,
sociales,
terrenos,
por
tanto…
La
asistencia
social
en el
Espiritismo
es
valiosa,
sin
embargo,
que se
prevengan
los
‘trabajadores
de la
última
hora’
contra
los
excesos,
a fin de
que el
excesivo
cansancio
con las
labores
externas
no agote
las
fuerzas
de
entusiasmo
ni
derrumbe
las
fortalezas
de la
fe, al
peso del
agotamiento
y del
desencanto
en los
servicios
de
fuera.”
“Evangelizar,
instruir,
guiar,
colocando
el
aceite
en la
lámpara
del
corazón,
para que
la
claridad
del
espíritu
luzca en
la noche
del
sufrimiento,
son
tareas
urgentes,
básicas
en la
reconstrucción
del
Cristianismo.”
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