Años de
esfuerzos y
cooperación
común en pro del
movimiento
ecuménico y del
diálogo adulto
que venía siendo
desarrollado por
las diferentes
denominaciones
religiosas
sufrieron fuerte
sacudida con el
documento
“Dominus Jesús”,
en que el
Vaticano niega
la condición de
iglesia de
Cristo a la
Iglesia
Anglicana y a
las demás
religiones
surgidas con la
Reforma.
Aunque firmado
por el papa Juan
Paulo II, se
sabe que su
texto fue
elaborado por el
cardenal Joseph
Ratzinger,
entonces jefe de
la Congregación
Vaticana por la
Doctrina de la
Fe,
posteriormente
elegido papa en
la sucesión de
Juan Paulo II.
De acuerdo con
el documento
citado, existe
para el Vaticano
“una única
iglesia de
Cristo, que se
perpetúa en la
Iglesia
Católica,
gobernada por el
sucesor de Pedro
(el papa) y los
obispos, en
comunión con
él”. En base de
eso, las
comunidades
eclesiásticas
que no
conservaron el
episcopado
válido, o sea,
obispos
ordenados por
otros obispos
católicos, ni la
sustancia del
misterio
eucarístico, no
serían iglesias
propiamente
dichas.
Según estudiosos
católicos, la
preocupación
principal de la
“Dominus Jesús”
fue alertar
sobre las
posiciones de
algunos
teólogos, sobre
todo de Asia
que, en su
intento de
establecer el
diálogo entre
Cristianismo y
las diferentes
religiones,
parecen a veces,
poner en duda
algunos
principios
fundamentáis de
la doctrina
cristiana, como
la realidad de
Cristo, único
salvador de la
humanidad y el
carácter
definitivo de la
revelación en
Jesucristo.
Simplificando el
tema, tales
teólogos
llegaron a
decir: "todas
las religiones
son iguales",
hecho que
perjudicaría la
acción misionera
de la Iglesia
católica, que se
presenta como la
única realmente
autorizada a
anunciar a
Cristo a todos
los pueblos.
El documento
papal afectó
directamente a
la cuestión del
ecumenismo, por
haberse
enfrentado la
Iglesia católica
con las otras
iglesias. Pero
lo que más apenó
a los
evangélicos fue
haber aplicado
la palabra
"Iglesia" sólo a
la católica y a
la ortodoxa. Las
otras serían
"comunidades
eclesiásticas",
una expresión
usada por el
concilio
Vaticano II,
que, sin
embargo, no
definió cuáles
eran de hecho,
tales
"comunidades
eclesiásticas".
Aunque admita
que las
diferentes
religiones
contienen
elementos de
religiosidad
procedentes de
Dios, el texto
entiende que
ellas no poseen
la “eficacia
salvadora” de
los sacramentos
cristianos y
muchas de ellas
propondrían
incluso
supersticiones o
errores que
acabarían
haciéndose más
un obstáculo
para la
salvación.
El episodio se
suma a una serie
de actos
innecesarios e
inoportunos
procedentes de
la misma fuente
– ya que creó
una presión que
parecía estar
superada entre
las diferentes
religiones
occidentales – y
es, además de
eso,
absolutamente
inútil, porque
las condiciones
de la llamada
salvación del
ser humano ya
fueron definidas
con precisión
por Jesús y nada
tienen que ver
con ritos y
dogmas
establecidos por
los que dicen
hablar en nombre
de él.
Dos pasajes bien
conocidos de El
Evangelio de
Mateo tratan de
eso.
La primera,
conocida como la
Parábola del
Juicio Final (cap.
25, versículos
31 y segs.) es
absolutamente
clara. Y, como
si ella no
bastara, Mateo
registra aún en
su Evangelio (cap.
7, versículos 21
y segs.) la
célebre
advertencia que
Jesús hizo en el
texto que sigue:
“No todo aquel
que me dice
`Señor, Señor’
entrará en el
Reino de los
Cielos, pero sí,
aquel que
practica la
voluntad de mi
Padre que está
en los cielos.
Muchos me dirán
aquel día: `
¿Señor, Señor no
fue en tu nombre
que profetizamos
y en tu nombre
que expulsamos
demonios y en
tu nombre que
hicimos muchos
milagros?’
Entonces, sin
rodeos, yo les
diré: `Nunca os
conocí. Apartaos
de mí, vosotros
que practicáis
la iniquidad’.”
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