Cairbar Schutel
llevaba para su
casa a los
enfermos sin
techo que
llegaban a Matão
(SP) y de ellos
cuidaba con el
amor y la
dedicación que
ya se hicieron
conocidos de los
espíritas.
Cuando, sin
embargo,
percibía que la
persona no
tendría
condiciones de
recuperarse de
la enfermedad,
él la preparaba
para esa
transición que
tanta gente teme
y que conocemos
con el nombre de
muerte.
La existencia de
un Padre justo y
misericordioso,
la continuidad
de la vida, la
inmortalidad del
alma, las vidas
sucesivas, las
condiciones de
vida en el plano
espiritual, he
ahí temas que
ciertamente el
notable apóstol
explicaba ante
los ojos atentos
y esperanzados
de sus
tutelados,
preparándolos
para esa etapa
nueva que tiene
inicio con la
muerte del
cuerpo.
El Codificador
del Espiritismo
se refirió
cierta vez a ese
asunto cuando
explicó porqué
debemos hablar
de Espiritismo a
los más viejos.
Y dijo que la
finalidad de tal
conversación era
exactamente
hacer lo que
Cairbar haría
más tarde, y
también, en la
pequeñita ciudad
de Matão. En el
mismo texto,
Kardec explicó
también por qué
debemos hablar
de Espiritismo a
los más jóvenes,
afirmando que el
objetivo de
tratar del
asunto con los
niños es
prepararlos para
la vida y
suministrarles
subsidios
importantes para
que consigan
cumplir en la
Tierra lo que
fue planeado en
el plan
espiritual.
El recuerdo de
este asunto nos
vino a la mente
al leer el texto
que Claudia
Werdine escribió
en la edición
pasada a
propósito de su
encuentro con
los jóvenes
espíritas de
Holanda.
Asistimos hoy,
no sólo en
Europa, sino
ciertamente en
el mundo todo, a
una juventud
aterrorizada,
cuya
desorientación
transcurre de
una serie de
factores, de
entre los cuales
la cuestión de
la educación
tiene que ser
puesta en primer
lugar.
La vida,
conforme una
bella imagen
usada por
Emmanuel, puede
ser comparada a
una larga
jornada. Lo que
llamamos como
juventud
equivaldría a la
salida de un
barco, que va a
enfrentar todas
las intemperies
y vicisitudes
inherentes a un
tardado viaje.
La vejez
correspondería a
la llegada del
barco al puerto.
¿Y la infancia?
La infancia,
conforme
palabras usadas
por Emmanuel,
sería la fase de
la preparación,
en que marineros
expertos
cuidarían para
que, cuando
llegara el
momento, los
infantes tengan
condiciones de
conducir el
barco hasta su
destino.
Falta,
evidentemente, a
los padres del
mundo en que
vivimos un
conocimiento más
profundo acerca
de estas cosas.
Es preciso que
ellos entiendan
que nuestros
hijos son viejos
conocidos que
vuelven al
escenario
terrestre para
dar continuidad
a proyectos
inacabados,
notando los
equívocos
cometidos,
reparando las
tonterías
practicadas y
buscando
edificar un
mundo nuevo en
que la felicidad
de unos no
dependa de la
desgracia de los
otros.
Sería importante
también que
ellos supieran
porqué nacemos,
porqué vivimos,
cuál es el
objetivo de
nuestro estadio
aquí, una vez
que, conocedores
de eso, podrían
realizar con más
eficiencia y
talento el papel
que les compete,
como educadores
que son de
aquellos que
Dios les confió
en la presente
existencia.
San Agustín
(Espíritu),
dirigiéndose a
los hombres de
la Tierra, pidió
cierta vez que
comprendiéramos
que, cuando
producimos un
cuerpo, el alma
que en él
encarna viene
del espacio para
progresar, y que
es preciso poner
todo nuestro
amor en
aproximar a Dios
esa alma. Esa es
la misión que
nos está
confiada y cuya
recompensa
recibiremos, si
fielmente la
cumplimos.
Recordemos –
adujo el mismo
Espíritu – que a
cada padre y a
cada madre
preguntará Dios:
¿Qué hiciste del
hijo confiado a
vuestra guardia?
Si por culpa
vuestra él se
conservó
atrasado,
tendréis como
castigo verlo
entre los
Espíritus
sufridores,
cuando de
vosotros
dependía que
fuera dichoso.
Entonces,
vosotros mismos,
asediados de
remordimientos,
pediréis os sea
concedido notar
vuestra falta;
solicitareis,
para vosotros y
para él, otra
encarnación en
que lo cerquéis
de mejores
cuidados y en
que él, lleno de
reconocimiento,
os retribuirá
con su amor. (El
Evangelio según
el Espiritismo,
cap. XIV, ítem 9.)
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