Asunto que
alguna vez que
otra es tema de
las producciones
del cine, el
llamado final de
los tiempos
asustó mucha
gente a la
vísperas del año
2000, tal como
habría ocurrido,
según algunos
historiadores,
por ocasión del
año 1000, hecho
que dio origen a
una conocida
frase: “De
mil pasará, pero
al 2000 no
llegará”.
En aquella
ocasión, el
resultado de la
creencia en el
fin del mundo
fue un desastre.
Nadie más quiso
trabajar ni
estudiar; no se
comenzaba
ninguna obra
nueva; las
clases
acomodadas
cuidaban de
aprovechar la
vida, de gozar
lo más posible,
ya que en poco
tiempo nada más
existiría...
Llegó, sin
embargo, el año
1000 y nada
ocurrió. El Sol
continuó
brillando todos
los días, las
estaciones
llegaron a su
tiempo y la
decepción de
algunos, al lado
de la alegría de
muchos, fue
importante. Los
individuos
interesados en
la perpetuación
de la creencia
en el fin del
mundo arreglaron
inmediatamente
una disculpa:
había habido un
error de cuenta
y el fin del
mundo sería al
año siguiente.
Pasó ese año más
y nada sucedió.
Aparecieron
entonces otras
personas,
mentirosas o
interesadas, que
declararon que
la fecha de mil
años debería ser
contada a partir
de la muerte de
Jesús y no de su
nacimiento – y
todo el mundo
tuvo que esperar
33 años más. El
tiempo corrió,
vinieron los 33
años de espera,
¡y nada! La
Tierra
continuaba
girando como
siempre,
viva como nunca,
a pesar de las
explicaciones de
los sabios de la
teología. La
profecía del
Milenio acabó,
por fin,
desacreditada,
desmoralizada
incluso, y los
hombres
volvieron al
ritmo normal de
la vida.
No existe en
ningún lugar de
los llamados
libros sagrados
ninguna alusión
a la fecha de
extinción de
nuestro mundo.
Todo lo que se
habla por ahí,
en nombre de las
diversas
religiones, es
más o menos la
repetición de la
profecía a que
aludimos. ¿Cómo
el mundo no
finalizó el año
1000, quien sabe
si no
finalizaría el
año 2000? Pero
lo que existe
sobre el asunto
no pasa de mera
hipótesis.
En efecto,
conforme el
evangelista
Marcos, Jesús
había afirmado,
acerca de ese
día o de esa
hora, que “nadie
sabe cuando ha
de ser, ni los
ángeles del
cielo, ni el
hijo, más sólo
el Padre”
(Marcos, 13:32).
Así, caso vaya a
ocurrir un día
la extinción de
este planeta,
sólo Dios sabe
si eso se dará y
cuando.
Existe, además,
otro aspecto a
considerar en lo
tocante al
llamado final de
los tiempos.
Según las
anotaciones de
Mateo, después
de la
descripción de
los dolores, de
las tristezas y
del cuadro de
desolación
general que se
abatirá sobre el
planeta, Jesús
declaró: “Se
levantarán
muchos falsos
profetas
que seducirán a
muchas personas;
y porque
abundará la
iniquidad, la
caridad de
muchos se
enfriará; pero
aquel que
perseverara
hasta el fin
será salvado. Y
este Evangelio
del reino será
predicado en
toda la Tierra,
para servir de
testimonio a
todas las
naciones. Es
entonces que el
fin llegará” (Mateo,
24:11-14).
Tales palabras
significan que
el fin del mundo
vendrá cuando el
Evangelio sea
predicado en
todas partes.
Ahora, no tiene
lógica suponer
que Dios
destruirá la
Tierra
justamente
cuando ella está
ingresando en el
camino de
su restauración
moral por la
práctica de las
enseñanzas
evangélicas. Y
más: nada hay en
las palabras de
Cristo que
sugiera la
destrucción
física del
planeta, hecho
que, en tales
condiciones, no
se justificaría.
Allan Kardec, el
Codificador del
Espiritismo, da
a la profecía
otro sentido,
acorde con las
enseñanzas de
los Espíritus
superiores
acerca de la
Tierra y de la
vida en otros
planetas. En
efecto, la
Tierra es un
planeta bien
grosero, un
mundo de pruebas
y expiaciones,
en que el mal
predomina.
Debajo de ella,
en términos
evolutivos,
solamente los
mundos
primitivos; por
encima de ella,
tres categorías
de planetas:
mundos de
regeneración,
mundos felices y
mundos celestes.
Nuestro planeta
tiene, por lo
tanto, un ancho
destino a su
frente, y el
cambio que
en él se espera
es su elevación
a la condición
de mundo
regenerador, en
que las personas
autorizadas a el
nacer tendrán
dentro de sí el
germen de la
doctrina
cristiana, que
aún dará frutos
sabrosos y en
gran cantidad en
el planeta en
que vivimos.
Es, pues, el fin
del mundo viejo,
del mundo
gobernado por
los prejuicios,
por el orgullo,
por el egoísmo,
por el
fanatismo, por
la codicia, por
todas las
pasiones
pecaminosas, a
que Cristo
aludió al decir:
“Cuando el
Evangelio sea
predicado por
toda la Tierra,
entonces es que
vendrá el fin”.
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