Había, cierta vez, un
hombre poseedor de
muchas virtudes que
vivía en una pequeña
aldea en la falda de una
montaña.
Era bondadoso y amigo,
servicial y trabajador.
Siempre que alguien
necesitaba de él, no
importaba la hora, él
estaba listo para ayudar
en lo que fuese preciso.
Poseía, sin embargo un
defecto. Era
intransigente en su
punto de vista y, como
sus acciones siempre se
pautaban dentro de la
mayor rectitud, no
admitía fallos y errores
en los otros.
Por eso, los habitantes
de la pequeña aldea, sus
amigos, aunque lo
estimaran sinceramente,
temían sus críticas y
comentarios.
Lo buscaban,
ciertamente, al
necesitar de ayuda, pero
de modo general,
mantenían cierta
distancia de su
convivencia, temerosos
de disgustarlo de alguna
forma y, al mismo
tiempo, no deseando
contrariarlo, pues lo
amaban fraternalmente.
Esa situación creaba un
ambiente de inseguridad
y malestar, dificultando
la vida en la aldea que,
si no fuese por eso,
sería tranquila y
agradable.
Cierto día, queriendo
darle una lección, Dios
envió a un niño al
encuentro de sus
necesidades.
Ese hombre era
carpintero. Estaba en su
oficina, cuando su
nieto, niño experto de
siete años, llegó,
demostrando deseo de
subir a lo alto de la
montaña.
Como en aquel momento
estaba medio ocupado, y
acostumbrado siempre que
fuese posible a atender
a los caprichos del
nieto, él
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aceptó la
invitación,
pensando que
realmente él
también estaba
necesitado de un
paseo. |
Cerraron la oficina,
vistieron ropa caliente,
porque en lo alto de la
montaña hacía frío, se
pusieron una mochila a
las espaldas y
partieron. El muchachote
iba contento, soltando
grititos de satisfacción
al ver a las mariposas y
pajaritos que volaban en
medio del bosque.
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A medida que ellos
subían, el panorama que
se desvelaba iba
aumentando. En poco
tiempo, la aldea parecía
un juguete de niño, y
las personas y animales,
pequeñas hormigas que se
movían en el suelo, allá
abajo.
El niño tocaba las
palmas de alegría al ver
el paisaje que se
revelaba: el río que
serpenteaba de un lado
para otro pareciendo un
pequeño hilo sinuoso,
las personas, los
animales, los árboles y
las casas.
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El aire puro producía un
bienestar inmenso y el
cielo muy azul parecía
envolverlos. |
Aspirando profundamente
el aire limpio de la
montaña, que llegaba
hasta él con el perfume
de las flores, el chico
no se contuvo:
— ¡Abuelo, como es todo
tan bonito aquí arriba!
¿Por qué es que estando
allí abajo vemos todo
diferente?
— Justamente por estar
próximos de todo. ¿Tú no
percibes que a medida
que subimos nuestro
campo de visión fue
aumentando?
— ¡Es verdad! —
Respondió el niño
pensativo, y continuó —
Sabes abuelo, de aquí
arriba parece todo tan
pequeño y sin
importancia allá abajo,
que ya ni me molesto más
con la pelea que tuve
con mi amigo Juan.
¡Parece que está tan
lejos!...
Paró de hablar,
pensativo, después
mirando al abuelo,
preguntó:
— ¿Será que es por eso
que Dios siempre perdona
nuestras faltas? Mamá me
dijo el otro día que
pelear por cosas
pequeñas es propio de
almas pequeñas. Que
debemos perdonar las
faltas de nuestros
semejantes como queremos
ser perdonados también.
Y mirando para lo alto,
al mirar el infinito
azul, completó:
— ¡Y creo que Dios,
nuestro Padre, está tan
alto! Para Él, pienso
que somos muy pequeños,
¿no es así abuelo?
Ciertamente aquella era
la visión de un niño.
Juzgaba a Dios en lo
Alto, muy lejos, cuando
en verdad el Creador
está en todos los
lugares, inclusive bien
cerca de nosotros, sus
hijos.
Sin embargo, el viejo
carpintero bajó la
cabeza estando de
acuerdo. Fue preciso que
un niño de apenas siete
años le abriese los ojos
y le mostrase como él
estaba siendo pequeño
para con su prójimo.
A partir de ese día,
todas las aldeas notaron
que el viejo estaba
cambiado. Ayudaba a
todos, teniendo siempre
una palabra de ánimo y
de optimismo en los
labios.
Nunca más se oyó que
censurase a quien quiera
que fuese. Cuando él
notaba que alguien
estaba a punto de
cometer un error,
llegaba con delicadeza y
hablaba de modo que el
otro entendiese lo que
él estaba haciendo. Y de
tal modo procedía, con
tal ternura y espíritu
fraterno, que la persona
juzgaba ser ella misma
la que descubría el
fallo.
Tía Célia
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