Alberto era un niño que
vivía con su familia en
una casa muy humilde en
cierto barrio popular de
los alrededores de la
ciudad.
Siendo extremadamente
orgulloso, esa condición
de casi miseria le
pesaba sobremanera.
Vivía cerrado en sí
mismo, de mal humor y
áspero. Deseaba ser muy
rico, poseer una bella
casa, juguetes caros y
ropas nuevas. Así, tenía
certeza de que las
personas estarían
siempre cerca de él y
tendría muchos amigos.
En su casa, su madre se
preocupaba con las
actitudes de Alberto y,
cuando él protestaba de
la pobreza, ella
informaba con cariño:
– Alberto, hijo mío, no
es el dinero que hace al
hombre. Tú no serás
feliz se fueras más
rico. Busca, eso sí,
cultivar los valores del
alma, que son
imperecederos, aquellos
que los ladrones no
roban, las polillas no
roen y la herrumbre no
come, como enseñó Jesús.
Para ser felices
necesitamos amar a
nuestros semejantes.
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– ¡Tontería, madre! Todo
lo que importa es el
dinero. Si yo fuera rico
tendría un montón de
amigos y las personas
vendrían a arrodillarse
a mis pies.
La madre con tristeza,
notaba que nada
conseguía convencer al
hijo de lo contrario y
terminaba diciendo:
– La vida enseña, hijo
mío, y un día tú notarás
que tengo razón.
En verdad, Alberto tenía
dificultad para
relacionarse con las
personas y pocos eran
sus amigos, pero por su
propia culpa, pues no
valoraba amistades y ni
los lazos de afecto
familiares. Egoísta y
ambicioso, sólo pensaba
en sí y juzgaba que no
gustaba por ser pobre.
Preocupada, la madre
siempre oraba a Jesús
suplicándole que ayudara
a su hijo, tan rebelde y
tan orgulloso.
Cierto día, Alberto se
durmió y soñó:
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Soñó que había ganado un
montón de dinero y quedó
radiante de alegría.
Compró una bella casa
para la familia, ropas
caras, juguetes
sofisticados, y pasó a
vivir lujosamente,
comiendo de lo bueno y
de lo mejor.
¡Ah! ¡Eso sí que era
vida!
Estaba en el paraíso y
ni a la escuela iría
más. ¿Para qué? ¡Tenía
todo lo que más quería!
Sin embargo, con el paso
de los días, percibió
que las cosas no estaban
corriendo cómo
gustaría. Su madre,
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mujer humilde y
de me gusto
simple, no se
había adaptado a
la vida en la
confortable
mansión y volvió
para la casita
sencilla del
suburbio,
ocurriendo lo
mismo con los
dos hermanos que
lo acompañaron.
Los pocos amigos
que poseía,
también
extrañando todo
aquel lujo, no
se sentían
cómodos en aquel
ambiente, y
dejaron de
buscarlo. |
Con el paso del tiempo,
después del periodo en
que todo era novedad,
entró a sentir tedio.
Antes, vivía hambriento,
soñando en comer dulces
y bizcochos deliciosos;
ahora que los tenía
siempre a mano, no tenía
ganas de comer. Siempre
había deseado poder
comprar de todo, y ahora
que tenía dinero y
podría satisfacer el
menor capricho, no tenía
ganas de adquirir nada.
¡Ya tenía todo!
Andaba por las calles
buscando pasar el
tiempo, pero encontraba
todo sin gracia y los
escaparates no lo
atraían más.
Entrando en su mansión,
fría y silenciosa,
sintió inmensa tristeza.
La soledad pesaba y
recorría los cómodos
decorados lujosamente,
entregado a enorme
desaliento.
Lloro... lloró mucho.
Notaba tardíamente que
el dinero no trae la
felicidad. Estaba solo,
sin nadie, y sentía
falta de amor y amistad,
cosa a la que nunca dio
valor.
¡Ah! Como me gustaría
ser pobre nuevamente y
sentir lo afecto de las
personas, el amor de su
familia y el placer de
las pequeñas cosas, como
esperar con ansiedad un
bizcocho simple salir
del horno, pasear por
las calles viendo los
escaparates coloreados y
soñando poseer todo
aquello que veía, jugar
al balón con los amigos
en las tardes de sábado.
¡Hasta la rutina de ir a
las clases todos los
días estaba haciéndole
falta! ¡Ah! ¡Como fuera
tonto! ¡Si pudiera
volver atrás y ser pobre
nuevamente! Ahora, sin
embargo, era tarde.
Y meditando así ,
Alberto entró en un
llanto compulsivo...
– ¡Despierta, hijo mío,
sino tú vas a atrasarte
para las clases!
Abrió los ojos,
despertando en su lecho,
bañado en lágrimas. Al
constatar que todo fuera
un sueño, se sintió
aliviado.
Se levantó y, para
sorpresa de su madre, la
abrazo, cosa que no
hacía hace mucho tiempo,
afirmando:
– Mamá, tú tenías razón.
El dinero no es lo más
importante en la vida.
Sin el amor, él nada
vale.
Conmovida, la bondadosa
señora oyó el relato del
sueño, agradeciendo a
Jesús la lección que
hubo proporcionado a su
hijo.
– Gracias a Dios, hijo
mío, tú comprendes eso
ahora. Sólo seremos
felices en la medida en
que hagamos la felicidad
de los otros. Es dando
que recibimos. Y, cuando
donamos amor, recibimos
amor de vuelta.
A partir de ese día
Alberto comenzó a
aprovechar mejor la
vida, valorando las
pequeñas cosas del día a
día y el placer de amar,
dejando de lado el
orgullo y el egoísmo, y
pasando a demostrar a
las otras personas
cuanto le gustaban.
Tia Célia
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