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Espiritismo para los niños - Célia X. de Camargo - Português Inglês 
Año 4 - N° 193 - 23 de Enero del 2011

 
                                                            
Traducción
Isabel Porras Gonzáles - isy@divulgacion.org

 

El niño ambicioso

 

Alberto era un niño que vivía con su familia en una casa muy humilde en cierto barrio popular de los alrededores de la ciudad.

Siendo extremadamente orgulloso, esa condición de casi miseria le pesaba sobremanera.

Vivía cerrado en sí mismo, de mal humor y áspero. Deseaba ser muy rico, poseer una bella casa, juguetes caros y ropas nuevas. Así, tenía certeza de que las personas estarían siempre cerca de él y tendría muchos amigos.

En su casa, su madre se preocupaba con las actitudes de Alberto y, cuando él protestaba de la pobreza, ella informaba con cariño:

– Alberto, hijo mío, no es el dinero que hace al hombre. Tú no serás feliz se fueras más rico. Busca, eso sí, cultivar los valores del alma, que son imperecederos, aquellos que los ladrones no roban, las polillas no roen y la herrumbre no come, como enseñó Jesús. Para ser felices necesitamos amar a nuestros semejantes.

– ¡Tontería, madre! Todo lo que importa es el dinero. Si yo fuera rico tendría un montón de amigos y las personas vendrían a arrodillarse a mis pies.

La madre con tristeza, notaba que nada conseguía convencer al hijo de lo contrario y terminaba diciendo:

– La vida enseña, hijo mío, y un día tú notarás que tengo razón.

En verdad, Alberto tenía dificultad para relacionarse con las personas y pocos eran sus amigos, pero por su propia culpa, pues no valoraba amistades y ni los lazos de afecto familiares. Egoísta y ambicioso, sólo pensaba en sí y juzgaba que no gustaba por ser pobre.

Preocupada, la madre siempre oraba a Jesús suplicándole que ayudara a su hijo, tan rebelde y tan orgulloso.

Cierto día, Alberto se durmió y soñó:

Soñó que había ganado un montón de dinero y quedó radiante de alegría. Compró una bella casa para la familia, ropas caras, juguetes sofisticados, y pasó a vivir lujosamente, comiendo de lo bueno y de lo mejor. ¡Ah! ¡Eso sí que era vida! Estaba en el paraíso y ni a la escuela iría más. ¿Para qué? ¡Tenía todo lo que más quería!

Sin embargo, con el paso de los días, percibió que las cosas no estaban corriendo cómo  gustaría. Su madre,

mujer humilde y de me gusto simple, no se había adaptado a la vida en la confortable mansión y volvió para la casita sencilla del suburbio, ocurriendo lo mismo con los dos hermanos que lo acompañaron. Los pocos amigos que poseía, también extrañando todo aquel lujo, no se sentían cómodos en aquel ambiente, y dejaron de buscarlo.

Con el paso del tiempo, después del periodo en que todo era novedad, entró a sentir tedio. Antes, vivía hambriento, soñando en comer dulces y bizcochos deliciosos; ahora que los tenía siempre a mano, no tenía ganas de comer. Siempre había deseado poder comprar de todo, y ahora que tenía dinero y podría satisfacer el menor capricho, no tenía ganas de adquirir nada. ¡Ya tenía todo!

Andaba por las calles buscando pasar el tiempo, pero encontraba todo sin gracia y los escaparates no lo atraían más.

Entrando en su mansión, fría y silenciosa, sintió inmensa tristeza. La soledad pesaba y recorría los cómodos decorados lujosamente, entregado a enorme desaliento.

Lloro... lloró mucho. Notaba tardíamente que el dinero no trae la felicidad. Estaba solo, sin nadie, y sentía falta de amor y amistad, cosa a la que nunca dio valor.

¡Ah! Como me gustaría ser pobre nuevamente y sentir lo afecto de las personas, el amor de su familia y el placer de las pequeñas cosas, como esperar con ansiedad un bizcocho simple salir del horno, pasear por las calles viendo los escaparates coloreados y soñando poseer todo aquello que veía, jugar al balón con los amigos en las tardes de sábado. ¡Hasta la rutina de ir a las clases todos los días estaba haciéndole falta! ¡Ah! ¡Como fuera tonto! ¡Si pudiera volver atrás y ser pobre nuevamente! Ahora, sin embargo, era tarde.

Y meditando así , Alberto entró en un llanto compulsivo...

– ¡Despierta, hijo mío, sino tú vas a atrasarte para las clases!

Abrió los ojos, despertando en su lecho, bañado en lágrimas. Al constatar que todo fuera un sueño, se sintió aliviado.

Se levantó y, para sorpresa de su madre, la abrazo, cosa que no hacía hace mucho tiempo, afirmando:

– Mamá, tú tenías razón. El dinero no es lo más importante en la vida. Sin el amor, él nada vale.

Conmovida, la bondadosa señora oyó el relato del sueño, agradeciendo a Jesús la lección que hubo proporcionado a su hijo.

– Gracias a Dios, hijo mío, tú comprendes eso ahora. Sólo seremos felices en la medida en que hagamos la felicidad de los otros. Es dando que recibimos. Y, cuando donamos amor, recibimos amor de vuelta.

A partir de ese día Alberto comenzó a aprovechar mejor la vida, valorando las pequeñas cosas del día a día y el placer de amar, dejando de lado el orgullo y el egoísmo, y pasando a demostrar a las otras personas cuanto le gustaban.

 

                                                                  Tia Célia



                                                          
                          



O Consolador
 
Revista Semanal de Divulgación Espirita