Hace muchos años atrás
existió un hombre
llamado Jorge que era
dueño de muchas tierras.
Jorge tenía dos hijos ya
crecidos y deseaba que
aprendieran a trabajar
en el campo. Por eso,
los llevaba para la
labranza, enseñándoles
cómo trabajar.
Llegó un día en que el
padre llamó a su hijo
más mayor y, llevándolo
a un buen pedazo de
tierra, le dijo:
— Juan, hijo mío, tú
ahora estás en
condiciones de tocar
solo una tierra.
Entonces, con los brazos
abiertos mostrándole el
terreno al frente,
comunicó:
— Este terreno es tuyo.
Ahora tú eres el
responsable por él.
Cuida bien de él.
Plántalo y el resultado
de la cosecha será toda
tuya.
El hijo, sorprendido y
agradecido, abrazó al
padre.
— Gracias,
papá.
A partir de ese día, sin
embargo, como nadie lo
llamara para levantarse,
Juan pasó a perder la
hora. Estaba siempre
atrasado para el trabajo
y el trato de la tierra
pasó a acusarle la falta
de cuidados. Juan
preparó el suelo, plantó
las semillas, pero,
desatento y perezoso, no
se preocupó en retirar
las plagas e hierbas
dañinas que crecían en
medio de la buena
simiente.
Por más que el padre
llamase su atención,
alertándolo sobre lo que
le competía hacer, Juan
no llevaba en serio sus
tareas.
Un día, cuando el padre
fue visitar la
plantación del hijo, su
corazón se llenó de
tristeza. La tierra
agreste, había tomado
cuenta de todo y ahogara
la plantación, que había
acabado pereciendo.
Bastante contrariado, el
padre llamó a los dos
hijos y dijo a Juan.
— Hijo mío, tú
demostraste que no eres
responsable lo bastante
para trabajar con la
tierra que te di.
Entonces, te retiro la
tierra que te había
concedido y la entrego
para tú hermano, David.
El muchacho más joven se
alegró con la noticia. A
él le gustaba mucho
trabajar y, de modo
especial, de luchar con
la tierra.
— Gracias, papá. Tú no
te arrepentirás.
En cuanto a Juan,
humillado y rebelde,
bajó la cabeza y fue
llorar en un rincón,
para que nadie lo
viera.
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Ahora, lleno de
tristeza, de lejos Juan
veía al hermano David en
el tractor a luchar con
la tierra, plantando y
cuidando de la labranza
que un día fuera suya y
que ahora era de él.
Después de algún tiempo,
el satisfecho David vio
coronado sus esfuerzos,
con una cosecha buena y
abundante.
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Sumamente arrepentido de
su negligencia y
reconociendo que el
padre tenía razón, Juan
buscó al padre,
humildemente, y dijo:
— ¡Papá! Te pido perdón,
reconozco que erré.
Lamento mi desgana con
la tierra que tú me
diste para cultivar. Yo
sé que no lo merezco,
pero aprendí la lección.
Me das una nueva
oportunidad y prometo
que no te
arrepentirás.
El padre, que no
esperaba sino el
reconocimiento del hijo
por el error que había
cometido, concordó.
Llevó a Juan hasta un
terreno mucho más lejos
que el primero,
accidentado y lleno de
piedras y mostrándolo,
consideró:
— Hijo mío, tú me
pediste una nueva
oportunidad, pero el
terreno que tengo ahora
para darte es este. Es
diferente del otro y tú
tendrás mucho más
trabajo. Si quieres, él
es tuyo.
Con lágrimas, Juan
agradeció al padre. Él
realmente había
aprendido la lección. No
estaba preocupado con
facilidades, sino en
realizar el trabajo que
el padre esperaba de él,
en que el primero
beneficiado sería él
mismo.
Entonces, con ahínco,
Juan se puso a trabajar.
Se levantaba antes de
nacer el sol, e iba para
el campo. Limpió la
tierra y retiró las
piedras, usándolas para
separar el terreno.
Después, revolvió la
tierra y plantó las
semillas. Atento al
desarrollo de las
plantitas tiernas, él
cuidaba para que las
plagas no atacaran la
plantación, y arrancaba
hierbas dañinas cuando
surgían, no permitiendo
que crecieran.
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Cuando el padre
salía a caballo
y pasaba por
aquel tramo, se
sentía
satisfecho al
ver al hijo todo
sudado y sucio,
pero en el
trabajo.
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El resultado de los
esfuerzos fue una
cosecha abundante, que
llenó a Juan de alegría.
Al reunir la familia
para conmemorar el
resultado de toda la
cosecha, todos los
miembros de la familia
estaban contentos. El
padre abrazó al hijo más
mayor con inmenso
cariño, afirmando:
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— Felicidades, hijo mío.
¡Tú tienes un buen
trabajo, Juan!
A lo que el muchacho
respondió, emocionado:
— No, papá. Si no fuera
por tú darme aquella
lección, mostrándome
cuanto yo estaba errado,
jamás lo conseguiría.
Fue necesario que yo
reconociera cuanto había
fallado, para encontrar
fuerzas y vencer.
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Abrazando al padre, él
completó:
— Ahora, yo realmente
aprendí a gustar del
trabajo, como a mí
querido hermano David.
David y la madre, que
allí también estaban, se
abrazaban a los dos,
mostrando que allí
estaba una familia
unida.
Como Jesús nos enseñó,
así también ocurre con
nosotros. Cuando no nos
mostramos dignos de la
bendición recibida, el
Padre quita de aquel a
quien concedió y da para
otro, que tendrá mejores
condiciones de
aprovecharla. Pero en
verdad, no es el Padre
quien retira lo que
había dado, sino es el
propio hijo que, por
indiferencia, no sabe
conservar lo que
recibió.
Sin embargo, a pesar de
nuestros errores, Dios
nos concede siempre
nuevas oportunidades de
mostrar nuestra buena
voluntad y deseo de
mejorar. Sin embargo,
las oportunidades serán
siempre nuevas y no
siempre en las mismas
condiciones.
Meimei
(Mensagem recebida por
Célia Xavier de Camargo
em 7/3/2011.)
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