Ejecutaba sus
tareas diarias
tirando del
arado y
llevando
legumbres para
vender en la
aldea y
después
quedaba por
los rincones
suspirando
tristemente,
soñando en ser
alguien
importante y
amado por
todos.
Ocurrió que en
aquella época
comenzó a
esparcirse una
fiebre
desconocida y
muchos
habitantes de
la región
cayeron
enfermos.
Sin recursos y
sin asistencia
médica, los
habitantes de
la aldea no
sabían qué
hacer.
La hijita del
labrador
también un día
amaneció
enferma, y su
padre,
preocupado,
percibió que,
si no hacía
alguna cosa
rápido, ella
moriría.
Resolvió
enfrentar la
carretera
peligrosa que
lo conduciría
hasta otra
ciudad, mayor
y con más
recursos,
donde por
descontado no
faltaría el
socorro
necesario.
Para tanto,
sin embargo,
él necesitaría
atravesar
montañas con
puntos
peligrosos
sobre
precipicios
enormes.
¿Cómo hacer
eso? Él
tampoco estaba
bien y tenía
recelo de
haber
contraído la
enfermedad
extraña; no
tendría
fuerzas para
llevar a la
hijita.
Se acordó del
burrito de
carga y no
tuvo dudas.
Lleno de
confianza en
Dios, él dijo
al burrito:
– Mi valiente
burrito, sólo
tú podrás
ejecutar esa
tarea. Con la
ayuda de Dios,
tengo fe que
conseguiremos
llegar hasta
la ciudad –
dijo
acariciando al
animal
humilde.
Improvisó una
cesta de vara,
colocó la niña
dentro de ella
sobre el lomo
del animal, y
partieron.
El trayecto
fue largo y
difícil.
Tuvieron que
enfrentar
peligros,
atravesar
puentes
frágiles y
caminos
estrechos al
borde de
precipicios
enormes.
Finalmente,
tras muchos
esfuerzos,
exhaustos y
hambrientos,
llegaron a la
ciudad del
otro lado de
las montañas
donde fueron
recibidos con
alegría.
Atendida por
el médico, la
niña
inmediatamente
quedó buena,
así como su
padre.
Informados
sobre la
situación de
los habitantes
de la pequeña
aldea, fueron
enviados
hombres con
medicamentos
para curarlos.
Y, para
satisfacción
del burrito,
todos lo
miraban con
admiración y
respeto,
afirmando:
– Gracias al
coraje y
valentía del
burrito de
carga los
enfermos
pudieron ser
auxiliados,
recibiendo el
socorro que
tanto
necesitaban.
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