Márcia, de doce años,
poseía un temperamento
nada fácil. Estaba
quejandose siempre de
todo, y sólo conseguía
ver defectos en todas
las personas.
Y no contentándose con
criticar a todo el
mundo, Márcia aún
juzgaba que la franqueza
era una virtud. Así,
todo lo que pensaba ella
lo decía a las personas,
doliera a quienes
doliera.
De ese modo, su relación
con la familia,
compañeras de la
escuela, vecinos y hasta
extraños, era
desagradable. Aún en
momento de fiesta, donde
debería imperar la
alegría y la serenidad,
era tumultuoso por sus
comentarios. Criticaba
la decoración, la
comida, los trajes y
todo lo más.
En casa, ella protestaba
de la comida, de las
ropas apenas pasadas, de
los hermanos, finalmente
de todo.
¡Hala! ¡Era un alivio
para todos cuando ella
no estaba presente!
Así, las personas fueron
alejándose de ella,
temiéndole la lengua
venenosa. Solamente la
familia la soportaba,
por no tener otra
opción. Y cuando los
padres la alertaban para
esa franqueza ruda,
hablándole sobre el mal
que hacía a la personas,
ella replicaba:
— ¿Como es eso? ¡Yo
hablo la verdad! ¿No fue
eso lo que vosotros, mis
padres, me enseñasteis?
— ¡Hija mía, la verdad
no es para ser usada
como un látigo, hiriendo
a las personas! ¡Inluso
porque, ninguno de
nosotros es perfecto! —
decía la madre.
— Hija, ante todo,
tenemos que colocarnos
en el lugar del otro. ¿A
ti te gustaría que
actuaran así contigo? Es
preciso usar la
fraternidad en nuestras
relaciones — afirmaba el
padre.
Márcia, sin embargo, no
se convencía con los
consejos de los padres.
Finalmente, había
aprendido que la verdad
debe ser dicha siempre.
Con el paso de los
meses, Márcia fue
notando que nadie más la
buscaba. Cuando echaba
en falta a las amigas y
telefoneaba a ellas,
estas daban
inmediatamente una
disculpa para no
encontrarse con ella.
Entonces, Márcia decidió
ir a la casa de las
vecinas, sin embargo, al
ver que era ella,
hablaban un poco e
inmediatamente, alegando
tareas que realizar,
ella tenía que irse. En
la escuela, las
compañeras mantenían la
misma distancia y, así,
en el recreo, ella
estaba siempre
sola.
Un día, Márcia salió de
la escuela muy triste y
no andaba con ánimo de
volver para casa.
Pasando por una placita,
se sentó en un banco,
pensativa. Luego, una
señora anciana se sentó
cerca de ella.
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— ¡Discúlpame, pero tú
andas con una carita tan
triste! ¿Me gustaría
hablar un poco?
Finalmente, ya tuve
hijos, nietos, y creo
que tengo alguna
experiencia de la vida.
Márcia estaba realmente
muy triste y, al ver a
aquella señora que le
dirigía la palabra,
cuando nadie más quería
saber de ella, decidió
desahogarse:
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— ¡No sé lo que
está ocurriendo
conmigo! Nadie
más quiere mi
amistad. ¡Ni aún
en mi casa les
gusto!
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— Bien, querida mía,
nada ocurre sin tener un
motivo. Entonces,
cuénteme lo que está
ocurriendo. ¿Quién sabe
pueda ayudarte? Todo el
mundo me llama abuela
Brígida.
Márcia comenzó a hablar
sobre su familia, las
amigas, las vecinas, que
no la buscaban más, y
terminó diciendo:
— ¡Siempre fui muy
franca con todo el
mundo, y las personas no
soportan oír la verdad!
¿Debo
mentir para tener la
amistad de ellas?...
La señora pensó un poco,
después mirando a
Márcia, dijo al
respecto:
— ¡Mira que lindo
jardín, Márcia!
¡Cuántas flores! ¿A ti
te gustan plantas?
— Me Gusta mucho, abuela
Brígida. Mi madre tiene
un lindo jardín.
— ¡Ah!... Márcia, ¿tú ya
viste a tu madre echar
agua hirviendo en las
plantas?
La niña se llevó un
susto, y respondió
impulsivamente:
— ¡No! ¡Nunca! ¡Mi madre
no haría eso, abuela
Brígida! ¡Quemaría sus
plantitas!... La señora
la miró con cariño y
estuvo de acuerdo:
— Eso mismo, querida.
Ella no haría eso. ¿Y
sabes por qué?
— Yo lo sé. Porque mi
madre ama sus plantas,
su jardín.
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En ese momento, un
pajarito vino volando y
se posó en la palma de
la señora, que aprovechó
para indagar:
— ¡Exactamente! ¿Pero
tal vez ella haga eso
con algún pájaro o
animal de preferencia?
— ¡No! ¡Nunca! ¡Tenemos
un perrito que es muy
bien tratado! ¡Si mi
madre le tirara agua
hirviendo a él, el
pobrecito quedaría todo
quemado!... —
La viejita miró a Márcia
con mucho cariño y
concluyó:
— Exactamente. Sabes,
hija mía, cuando
nosotros amamos a las
personas, así como a las
plantas, a los pájaros y
a los animales, tampoco
echamos agua hirviendo
en ellas. ¡Porque
queremos preservarlas,
deseamos verlas bien,
alegres, saludables y
lindas!
En aquel momento Márcia
entendió lo que la
señora quiso decir: ¡que
ella había tirado agua
hirviendo a las personas
y eso las había quemado,
acabando con el
sentimiento de amistad
que tenían por ella!...
Como ya era tarde, la
niña agradeció a la
señora, despidiéndose de
ella y dejándole su
dirección:
— Abuela Brígida, la
señora me ayudó mucho
hoy. Espero que vaya a
visitarnos.
Quiero que conozca a mis
padres.
— ¡Voy, sí, Márcia! Y
cuando quieras verme,
vivo allí en aquella
casa, enfrente de esta
placita. Sabes, hija
mía, como no tengo mucho
que hacer, me quedo
mirando la plaza y,
alguna vez que otra, veo
a alguien. Como me gusta
conversar, atravieso la
calle y vengo para acá,
pues muchas veces hay
alguien que necesita de
ayuda.
Márcia entendió. Doña
Brígida vino porque la
había visto llorar sola.
— ¡Dios bendiga a la
señora! Gracias por
todo. A partir de hoy,
le prometo que no voy a
echar más agua hirviendo
a las personas.
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
Rolândia-PR, em
13/02/2012.)
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