Cierto día llegó a la
Casa Espírita una señora
muy distinguida que
deseaba hacer la
donación de libros para
la biblioteca de la
entidad.
Recibida con gentileza
por Lúcia, una de las
colaboradoras, la señora
se presentó y explicó:
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— Mucho placer, Lúcia.
Los libros eran de mi
padre, que tenía mucho
aprecio por ellos. Sin
embargo, mi padre
falleció recientemente
y, como vivo lejos y no
tengo espacio suficiente
en mi apartamento,
juzgué que nada mejor
que donarlos a quién
pueda hacer buen uso
de ese tesoro. Como
podrá ver, Lúcia, son
libros rarísimos, obras
de mucho valor que mi
padre guardaba con
extremado cuidado.
Tras presentar sus
sentimientos por la
partida para el Mundo
Espiritual del padre de
la visitante, Lúcia
dijo:
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— Quedamos agradecidos
con su recuerdo de
donarnos la biblioteca
de su padre. Puede tener
certeza de que
cuidaremos muy bien de
los libros de él.
— Algunos están
necesitando pegar la
carátula, otros están
con algunas hojas
sueltas... Pero, como
afirmé, existen en medio
de ellos verdaderas
rarezas.
— No se preocupe.
Tenemos una persona que
es especialista en
restaurar libros.
Quede tranquila.
Así combinaron que la
donante, en virtud de
tener urgencia en volver
para su ciudad,
mandaría, lo más rápido
posible, un portador a
traer los libros.
Al día siguiente, un
furgón llegó lleno de
libros. Lúcia, que
estaba aguardando, mandó
que los libros fueran
colocados sobre una mesa
en una sala de poco uso,
para que pudieran
verificar la condición
de las obras y hacer el
servicio de
restablecimiento en
aquellas en que fuese
necesario.
Lúcia, encantada,
verificó que realmente
eran todos libros
espíritas y de gran
valor, pues muchos no se
volvieron a editar más.
Ella volvió contenta
para casa. Ciertamente
los participantes y
frecuentadores de la
Casa Espírita quedarían
maravillados con
aquellos tesoros.
Al día siguiente,
llegando al Centro
Espírita, Lúcia fue
inmediatamente hasta el
lugar donde hubo
colocado las obras. Sin
embargo, entrando en la
sala se llevó un susto.
— ¡Oh!... ¡¿Donde están
los libros?!...
Corrió por las salas
buscando alguien que
pudiera explicarle lo
que había ocurrido.
Encontró a un muchacho,
muy servicial, que le
gustaba ayudar
ejecutando pequeñas
tareas.
— Bernardo, ¿tú sabes
donde pusieron los
libros
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que estaban
sobre una mesa
en la última
sala del
pasillo? |
Satisfecho con su deseo
en ayudar, el muchacho
respondió:
— Sé, sí, Lúcia. Como
eran muy viejos, juzgué
que fueron para tirar.
¡Entonces, coloqué todo
en grandes sacos de
basura y los dejé en la
calle para que el
basurero se lo llevara!
— informó con expresión
satisfecha, creyendo que
había hecho un beneficio
para la institución.
Lúcia palideció.
Llevando las manos a la
cabeza, con voz trémula
dijo:
— ¡¿Será que el basurero
ya pasó?!... — al tiempo
que corría para fuera
del edificio a ver si
salvaba los libros.
El muchacho corría
detrás de ella, sin
entender lo que estaba
ocurriendo y por qué
ella parecía tan
asustada.
— ¿Yo hice alguna cosa
equivocada, Lúcia?
Llegando a la calzada la
señora vio, con gran
alivio, que los sacos de
basura continuaban allá.
Sin embargo, el camión
de recolección de basura
ya estaba esperando,
mientras uno de los
basureros se aproximaba
para coger los sacos.
Elisa gritó:
— ¡No, por favor! ¡No se
lleve estos sacos!
El basurero quedó
sorprendido, pero
atendió al pedido de
ella. Después, la señora
pidió:
— Bernardo, ayúdame.
Vamos a llevar todo de
vuelta para dentro.
Después de la
precaución, Lúcia abrió
los sacos y quitando los
libros, los colocó
nuevamente sobre la
mesa.
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El muchacho, que
observaba el cuidado de
la compañera en el trato
con aquellos libros
viejos, consideró: |
— Discúlpeme, Lúcia.
¡Juzgué que estos libros
no tenían ningún valor!
¡Finalmente, son tan
viejos!
La señora miró para él e
informó:
— Bernardo, el valor de
un libro no se mide por
la belleza de la
carátula, por ser nuevos
o por los colores
primorosos. Es el
interior lo que vale. El
libro espírita es como
luz que ilumina a quién
los lee. La carátula
puede estar vieja,
desgastada por el uso,
pero las enseñanzas que
él contiene continúan
ayudando, socorriendo,
calmando, orientando e
iluminando a todos los
interesados.
El jovencito cogió uno
de aquellos libros en la
mano, ahora con otros
ojos, y acarició la
carátula, asimilando de
la verdadera comprensión
de cuánto él
significaba. Después, lo
llevó a los labios y lo
beso con respeto.
Dos semanas después,
luego de una iniciativa
colectiva, las obras ya
estaban restauradas y
colocadas en el estante
de la biblioteca junto
con los otros libros,
para satisfacción de
todos.
MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
Rolândia-PR, aos
18/03/2013.)
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