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Felipe, de seis años,
andaba triste. Cuando el
padre estaba trabajando,
el ambiente de la casa
era alegre, festivo. Él
y la madre se entendían
bien, jugaban juntos,
arreglaban la casa y,
cuando llegaba la hora,
él la ayudaba en la
cocina a preparar el
almuerzo para el padre y
Samuel, el hermano
mayor, que llegaría de
la escuela con hambre.
Sin embargo, el padre
llegaba con la cara
amargada y protestando
de todo. La comida
estaba salada o sin sal,
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quería carne y
no legumbres,
porque no fue
hecho zumo de
naranja en vez
de maracullá, y
así por delante. |
Cierto día, él golpeó en
la mesa y protestó a
gritos:
— ¿Otra vez macarrones
con pollo?
Y la madre, temblando,
respondió:
— Querido, hice ese
plato porque a ti te
gusta. ¿Prefieres que
fría un huevo?
— ¡Pues no lo soporto
más! ¡No quiero nada! —
respondió él,
levantándose de la mesa
y caminando para el
cuarto.
La madre y los hijos
oyeron las pisadas
fuertes de él hasta el
cuarto; después, cerró
la puerta con estruendo,
haciéndolos estremecer.
Conteniendo las
lágrimas, la madre miró
para los hijos e invitó:
— Vamos a comer en paz,
mis hijos.
Sin embargo, nadie
consiguió comer más.
Estaban molestos, con la
cabeza baja, pensativos.
La madrecita miró para
Samuel y Felipe y
explicó:
— Mis hijos, no estéis
tristes con el papá. Él
nos ama mucho, sin
embargo ha tenido
momentos difíciles en la
empresa y por eso está
nervioso.
Orad por él, pues papá
necesita mucho de ayuda.
Los niños estaban de
acuerdo, balanceando la
cabeza. Sin embargo, la
situación no
cambiaba.
A la semana siguiente,
delante de otra escena a
la hora del almuerzo y
cansado de ver al padre
entrar en casa, nervioso
y pelear con la madre,
Felipe se levantó de la
mesa y se fue para el
cuarto.
El padre, irritado al
ver al chico salir de la
mesa e ir para el
cuarto, fue detrás de
él. Al llegar, abrió la
puerta despacio y espió.
Vio a Felipe arrodillado
cerca de la cama, con
las manos juntas y a
ciegas.
Él decía:
— Jesús querido, papá
está muy cansado de
tanto trabajar por
nuestra causa. Creo que
somos una carga muy
pesada para él. A mí me
gustaría poder ayudarlo,
pero aún soy
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pequeño.
Entonces, te
pido que lo
ampares para que
él se sienta más
aliviado y no
sufra tanto.
Nosotros lo
amamos mucho,
sin embargo creo
que papá no sabe
eso. Habla para
él, por favor.
Gracias. |
Al oír las palabras de
Felipe, el se sintió
avergonzado. Quería
darle una lección por
haber dejado la mesa sin
pedir permiso, pero
ahora...
Viendo que el hijo había
acabado de orar, el
padre lo vio enjugar los
ojos y levantarse.
Entonces, se aproximó y
dijo con lágrimas en los
ojos:
— ¡Mi hijo, no sabía que
estaba haciendo tanto
mal a vosotros, la
familia que amo tanto!
El pequeño abrazó al
padre y con amor:
— Papá, yo lo entiendo.
Es que sólo tú trabajas
en esta casa. El otro
día, dijiste que
nosotros somos un peso
para ti, que gastamos
mucho. ¡Quiero
poder ayudarte y no
puedo!
El padre lo apretó aún
más junto al corazón,
arrepentido de las
palabras que había
dicho:
— No, mi hijo. Vosotros
no sois pesados para mí.
Yo es que estoy nervioso
con el trabajo que hago.
Como no puedo despejar
mi irritación sobre los
compañeros y el jefe,
llego a casa y descargo
en vosotros. Os pido
perdón por haceros
sufrir. Tú eres el mejor
hijo que alguien podría
tener, créelo.
Felipe, comprendiendo la
situación del padre, lo
aconsejó:
— Papá, tú necesitas
hacer oración pidiendo
para que Jesús te ayude
en el trabajo.
El padre sonrió
balanceando la cabeza y
concordó:
— Es verdad, Felipe. Me
he olvidado de orar.
Cuando entré en el
cuarto y te vi haciendo
una oración, sentí un
gran bienestar. ¡Puedes
creer! Tú ya me ayudaste
bastante. ¿Ahora vamos a
volver para la sala?
Con las manos cogidas,
ambos volvieron a la
sala donde la mesa aún
estaba puesta. La madre
y Samuel aguardaban
callados. Al ver al
padre llegar sonriente,
con la mano cogida a
Felipe, ellos se
sintieron más aliviados.
Avergonzado, el padre se
disculpó:
— Quiero que me
perdonéis por todo lo
que he hecho de malo en
esta casa. Yo estaba
ciego, y fue preciso que
Felipe me abriera los
ojos. Entiendo ahora que
no era el trabajo que me
dejaba irritado, sino la
manera como yo luchaba
con mis problemas.
— ¿Como es, papá? —
indagó Samuel.
— Mi hijo, nadie tiene
culpa de nuestros
problemas sino nosotros
mismos. ¡En vez de hacer
una oración, que me
daría condiciones para
enfrentar las
dificultades, yo hallaba
más fácil echar la culpa
a los otros!
¿Entendiste? Sin
embargo, era yo que
necesitaba modificarme.
El padre abrazó a la
esposa, los hijos y
prometió:
— Quiero ser un esposo y
un padre mejor de lo que
he sido. Así, cuando yo
esté equivocado, por
favor, corregidme.
¡Ah!... Y vamos a
establecer una regla: a
partir de hoy, antes de
las comidas, vamos a
hacer una oración en
conjunto.
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Todos quedaron
contentos, hallando
excelente la idea.
El padre sugirió:
— Ahora, ¿vamos a volver
para la mesa y comenzar
de nuevo la comida? La
mamá calentará la comida
y nosotros vamos a orar
agradeciendo a Jesús por
este día de bendiciones.
Se sentaron y el padre
comenzó a orar:
— Señor perdóname por
los males que he causado
a la familia que tanto
amo. Te agradezco por la
esposa y por los hijos
que hacen la alegría de
este hogar. Ayúdame a
cambiar y a percibir
cuando estoy equivocado.
Danos un
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buen almuerzo y
tu paz. ¡Así
sea!
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MEIMEI
(Recebida por Célia X.
de Camargo, em
7/7/2014.)
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