Cayo estaba enojado
debido a los cuidados
excesivos de su papá
hacia él y, ese día, le
gritó llorando:
- ¡Papá, no me dejas
hacer nada! ¡Todo lo que
quiero hacer es
peligroso, hace daño o
no me sirve! ¡No es
justo!...
El papá, con mucho amor,
escuchó a su hijo y le
explicó:
- ¡Cayo, la tarea de los
padres es cuidar de los
hijos son puestos bajo
nuestro cuidado! Es mi
obligación y de tu mamá,
cuando vemos que algo es
peligroso, advertirte
para que no lo hagas.
¡Tú solo tienes siete
años de edad, hijo mío!
No sabes nada de la
vida, pero nosotros
tenemos más experiencia
que tú. ¡No es por
maldad, sino para
mantenerte con vida,
hijo!
El niño, después de
mucho llorar, acabó
aceptando y abrazando a
su papá. Sin embargo, al
día siguiente, todo
comenzó de nuevo.
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Al ver al pequeño sobre
el muro del patio,
tratando de trepar un
árbol, la madre gritó
desde la ventana de la
cocina:
- ¡Cayo! ¡No hagas eso,
hijo mío! Es peligroso;
te puedes caer y
lastimarte. ¡Baja de ahí
ahora!...
Caída, encima del muro,
respondió:
- Mamá, no hay peligro.
¡Sé cómo subirme al
árbol de mango! ¡Ya lo
he hecho muchas veces!
Asustada al escuchar lo
que dijo, la madre
respondió:
- Pues es bueno que lo
sepa, porque no voy a
dejar que lo hagas de
nuevo. ¡Baja de allí!
Cayo se puso a llorar y
no podía ni bajar del
muro. El padre, que
acababa de llegar del
trabajo, al ver la
situación fue al patio
y, extendiendo los
brazos, tomó al niño en
sus brazos y lo puso en
el suelo. Entonces, muy
serio, le dijo:
- Cayo, no quiero que
vuelvas a hacer eso, ¿me
oyes?
- ¡Nadie me deja hacer
nada en esta casa! Todo
está prohibido, no puedo
hacer nada. Eso no es
justo, papá – reclamó el
pequeño entre lágrimas,
haciendo una escena.
Lleno de compasión, el
padre lo tomó en sus
brazos y lo llevó a la
casa como si fuera un
bebé en brazos. Después,
le explicó:
- Hijo mío. Parece que
somos muy severos
contigo, pero hay cosas
que realmente, a tu
edad, aún no puedes
hacer. Cuando crezcas,
será diferente. Trata de
entender. Nosotros te
amamos mucho y, por eso,
cuidamos de ti con mucho
amor. ¡Tienes tantos
juguetes! Distráete con
ellos aquí, dentro de la
casa, en el jardín, en
el balcón, donde
quieras. ¿Está bien?
Sintiéndose aún muy
infeliz, Cayo fue a su
cuarto y se echó en la
cama malhumorado,
pensando en lo que le
habían dicho, y se
repetía a sí mismo en
voz baja:
- Mis padres no me
quieren. Si me
quisieran, me dejarían
hacer lo que yo quiero.
¡No soporto más que me
cuiden tanto!
Ese día, cansado de
llorar, terminó
quedándose dormido. Se
encontró en un hermoso
lugar donde alguien le
mostraba algunas
escenas. Cayo se veía
diferente, con ropas
antiguas y gobernaba a
todos. Como su padre era
un príncipe muy rico y
poderoso, le dejaba
hacer lo que quisiera.
Quería montar un caballo
y su padre lo dejó.
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El domador de caballos
le advirtió al padre que
no debía permitir que el
hijo pequeño montara ese
animal que no era
confiable, por ser
bravo. Pero el padre,
orgulloso de su hijo, no
aceptó la recomendación
del criado, y ordenó que
ayudara al niño
conseguir subir en el
animal. Lleno de
satisfacción, el
principito se rio y se
acomodó sobre el
caballo. Nadie se dio
cuenta de que tenía una
pieza de metal
puntiaguda en la manito.
Y, para hacer que el
caballo avanzara más
rápido, pinchó al animal
con el objeto.
Inmediatamente, el
caballo se encabritó,
relinchando de dolor, y
lanzó al niño al piso. |
- ¡Hijo mío!... - gritó
el padre, asustado al
ver caer al niño, y
corrió a socorrerlo,
pero el criado, más
rápido, ya estaba junto
al niño.
Cuando el padre llegó,
vio que el niño se había
golpeado la cabeza en
una roca y estaba
muerto.
Lleno
de
remordimiento,
el
príncipe
llorando,
desesperado,
dijo:
- ¡Hijo mío! ¿Por qué te
dejé montar ese animal
bravo? ¿Y ahora qué voy
a hacer con mi vida? –
gritaba con el corazón
amargado, sintiéndose
responsable de la muerte
del niño. Pero, con
ganas de lanzar su ira
contra alguien, ordenó
al criado:
- ¡Mata a ese caballo!
¡Mátalo! ¡No quiero
volver a verlo nunca
más! ...
- Señor, pero el animal
no tuvo la culpa - dijo
el criado, lleno de
compasión.
Y mostró al padre que
lloraba la pequeña pieza
de metal que estaba
sujeta en la manito del
niño.
En ese momento, el
príncipe entendió que el
animal solamente había
respondido al dolor, lo
que hizo que el niño
cayera al suelo. Y
entendió que la culpa en
realidad era suya
porque, como padre,
debía haber cuidado
mejor a su único hijo.
En ese momento, Cayo
despertó en su cuarto,
aliviado al ver que todo
había sido sólo un
sueño. Al recordar las
imágenes tan
interesantes que había
visto, entendió que era
él mismo quien había
perdido la vida al
caerse del caballo.
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Y entendió algo más: su
padre, el mismo padre de
aquella época, renació
recibiéndolo como hijo
en su hogar, para ahora
cuidar de él
especialmente, a fin de
preservar su vida.
Cayó se levantó de la
cama y se dirigió a la
sala donde su padre leía
el periódico. Para el
asombro del padre, se
sentó en su regazo y
pasando la mano por su
rostro, le dijo:
- Papá, puedes estar
tranquilo. Nunca más voy
a hacer algo que tú no
quieras. Voy a
obedecerlos, a ti y a
mamá. No quiero que
sufran de nuevo por mi
culpa. Te quiero mucho,
papá.
Con los ojos bien
desorbitados, el papá
escuchaba las palabras
de su hijo, que
mostraban una gran
comprensión de lo que
estaba hablando, como si
supiera la razón de
todo, y le preguntó
sorprendido:
- Hijo mío, ¿pero por
qué estás diciendo esas
cosas? ¿Pasó algo que yo
no sepa? ¡Habla, Cayo!
El niño le dio una
hermosa sonrisa y
moviendo la
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cabecita, dijo: |
- Algún día te contaré
lo que pasó, papá. Algún
día...
MEIMEI
(Recibida por Célia X.
Camargo, el 9/02/2015.)
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