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Con la mochila en las
espadas, allá fue
Carlitos para su primer
día de clase.
Ahora ya estaba en el
primer grupo y tendría
que llevar la escuela en
serio.
En verdad no staba muy
contento. Deseaba
continuar jugueteando
con los amiguitos sin
mayores
responsabilidades.
En la clase,
la profesora
recibió a todos con
mucha
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satisfacción y comenzó
el aula, recordando cómo
leer y escribir las
letras del alfabeto.
Después, fue la vez de
los números.
Cuando sonó la señal
para la salida, después
de terminar. Carlitos
estaba cansado.
¡Ah! Que nostalgia de
pre-escolar, donde la
“tía” jugueteaba
bastante con todos los
alumnos, el recreo era
enorme y paseaban con
frecuencia.
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Volvió para casa triste.
La madre, al verlo...,
preguntó sonriente:
— ¿Cómo fue tu primer
día de clase?
Carlitos respondio,
desganado:
— Ah, mamá, tengo
nostalgia de
pre-escolar. Ahora es
todo muy irregular y la
profesora casi no juega.
Sólo pasa lecciones.
— Pero es necesario,
hijo mío. Para aprender
es necesario esfuerzo.
Rebelde, Carlitos
replicó:
— ¡Pero no quiero
aprender!
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La madrecita notó que no
adelantaba discutir con
él y se calló. Después
del almuerzo, ella le
pidió:
— Por favor, hijo mío,
ve hasta la tienda de la
esquina y tráeme dos
litros de leche, ¿sí?
Aquí está el dinero.
Trae el cambio correcto.
El niño miró para su
madre, sorprendido.
— ¡Pero yo no sé hacer
cuentas! ¿Cómo voy a
saber si el cambio está
correcto? |
La madre respondió
serena:
— ¿No sabes? Bien,
entonces tendrás que
aprender.
Carlitos fue. Cuando
volvió, la madre le
pidió que llevara un
recado a una determinada
dirección allí cerca. El
niño protestó:
— ¡Mamá, yo no sé leer!
¡¿Cómo voy a encontrar
la casa?!...
Sin perturbarse, ella
respondió:
— Eso es problema tuyo.
La dirección está en ese
papel. Descúbrelo.
Con gran dificultad,
preguntando aquí y allí
a las personas que
encontraba en la calle,
el chico consiguió hacer
la tarea.
Más tarde, la madre se
arregló y, llamando a
Carlitos, ordenó:
— Hijo mío, necesito
salir y voy a tardar.
Cuando sea las cinco
horas ve a buscar a tu
hermanito a la escuela.
¿Está bien?
— Pero, mamá, ¿cómo voy
a saber cuál es la hora
de ir a buscar a
Juanito?
— ¡Mira la hora en el
reloj! – respondió
tranquila.
— ¡Pero no sé ver la
hora en el reloj! –
extrañó el niño.
— Pues entonces pregunta
a alguien.
Y así fue toda la tarde.
Cuando llegó la noche
Carlitos estaba exhausto
y bastante irritado.
A La hora de dormir,
cuando la madre fue a
darle un beso de buenas
noches, él protestó:
— ¡Anda! Hoy tú no me
diste sosiego en todo el
día. Sólo me diste
tareas que yo no sabía
realizar.
Con cariño, la madre se
sentó en la cama y
explicó:
— ¿Notas ahora, hijo
mío, cuantas cosas son
necesarias aprender? Tú
gastaste mucho tiempo
porque no sabías leer,
hacer cuentas o ver las
horas, y tuviste que
preguntar a otras
personas más cultas que
tú.
Si supieras, todo habría
sido más fácil.
La madre paró de hablar,
pasó la mano por la
cabecita del hijo, y
prosiguió:
— ¿Quieres pasar la vida
entera ignorando todo y
dependiendo de los otros
para ayudarte?
Carlitos pensó un poco y
respondió:
— No, mamá. Tú tienes
razón. Es preciso
aprender. Y nunca más
voy a protestar de la
escuela.
Al día siguiente
Carlitos fue para la
escuela y, con mucha
atención, acompañó la
clase de la profesora.
Tía Célia
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