Era un lindo día de sol
caliente y agradable.
Caminando rumbo a la
escuela, Mariana, de
siete años, iba feliz.
Tenía en la vida todo lo
que deseaba.
El día anterior su madre
le había comprado un
lindo chaquetón de lana,
aquel mismo que ella
había visto y amado en
la vitrina de la tienda.
El invierno se
aproximaba y
Mariana ya estaba
preparada, esperando
hasta con cierta
ansiedad que el frío
llegara para poder
exhibir su abrigo nuevo.
No había andado mucho
cuando vio a una niña
que debería tener su
edad, y que ya vio otras
veces, viniendo en
sentido contrario.
Debería vivir allí
cerca, pues cuando ella
volvía de |
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la escuela la
niña estaba
siempre al pie
de autobús,
esperando en la
parada. Ella
estaba siempre
vestida con
ropas simples,
pero limpias, y
tenía un aire
alegre en el
rostro. |
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Durante el periodo,
entretenida con las
aulas, Mariana no notó
que el tiempo había
cambiado. Pesadas nubes
se acumularon en el
cielo, escondiendo el
sol. Luego la lluvia
cayó con fuerza, mojando
la tierra, tras una
prolongada sequía.
Con las ventanas
cerradas y las luces
encendidas, continuaban
las actividades
escolares.
Solamente a finales de
las aulas, al salir para
el patio, los alumnos se
dieron cuenta de la
caída de la temperatura.
La lluvia había parado,
pero el frío era
intenso.
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Mariana se puso a
caminar, apresurada.
Nunca había sentido
tanto frío en toda su
vida. Menos mal que su
casa quedaba a pocas
manzanas de la escuela.
Pasando por el punto del
autobús, Mariana vio a
la niña. Ese día,
especialmente, Mariana
se sintió conectada a
aquella chica. Como
siempre, ella estaba
vestida pobremente y
debía también estar
sintiendo mucho frío,
tal como ella misma.
En aquel momento,
Mariana se acordó de
que, aún en días bien
fríos, ¡la niña nunca
estaba abrigada!
Pasó por ella
estremeciéndose de frío
y comentó malhumorada:
— ¿Qué frío está
haciendo, no?
La niña la miró,
sonriente y dijo
confiada:
— No te preocupes.
Después pasa.
Aquel día la imagen de
la chica no salió de la
cabeza de Mariana.
Mientras ella estaba
malhumorada por sentir
frío, la reacción de la
chica era de aceptación,
sin rebeldía.
Llegando a la casa,
después del almuerzo, ya
abrigada y caliente,
comentó con su madre:
— Mamá, yo veo siempre a
una niña al punto de
autobús que no tiene
chaquetón. Ahora que
tengo un chaquetón
nuevo, ¿puedo darle el
viejo a ella? Aprendí
con Jesús
que debemos colocarnos
en el lugar del otro,
para saber lo que él
está sintiendo. ¡Y esa
niña no tiene abrigo!
— Claro, hija mía.
Tienes toda la razón.
Quedo feliz al ver que
tú te preocupas con el
prójimo. ¿Dónde vive
ella? ¿Como se llama?
¡Podemos llevarlo hoy
mismo!
— No sé nada sobre ella,
mamá.
— Bien, entonces no hay
manera. Mañana tú lo
llevas.
Al día siguiente,
Mariana colocó el
chaquetón en una bolsa y
salió para la escuela,
esperando, a la vuelta,
encontrar a la niña en
el punto del autobús.
No había andado mucho
cuando vio a la chica,
que venía en su
dirección. Feliz, corrió
al encuentro de ella,
diciendo:
— ¡Qué bien que te he
encontrado! Traje un
regalo para ti.
La niña la miró,
sorprendida. Más
sorprendida aún quedó al
ver lo que había en la
bolsa.
— Pero... ¿es para mí?
¿Estás segura de que
quieres deshacerte de
él? ¡Es muy bonito!
¡Gracias! Ni sé comoagradecértelo.
Nunca tuve un
chaquetón así.
De
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hecho, no tengo
chaquetón. ¡Fue
Jesús quién te
mandó! |
Se abrazaron contentas.
Intercambiaron
informaciones y
direcciones, y se
hicieron grandes amigas.
Mariana se sentía
realizada por haber
conseguido ayudar a
alguien. Y, con su
gesto, había ganado
también una amiga muy
querida.
Tía Célia
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