Niña egoísta y rebelde,
Julieta deseaba siempre
que le fueran hechas
todas sus voluntades.
Como la madrecita,
consciente de su papel
de educadora dentro del
hogar, muchas veces
llamara su atención,
Julieta quedaba enfadada
e inconformada.
Se quejaba de la madre
para quien quisiera oír,
acusándola de
incomprensión y maldad.
— Mi madre es una
perversa. No me gusta y
yo no le gusto a ella —
afirmaba para las
amigas.
— Tú estás engañada,
Julieta. Conozco a tú
madre y tú le gustas
mucho — consideraba
Márcia, su vecina.
— ¡Pero si ella no me
deja hacer nada! Vive
creando obstáculo en
todo. Ayer mismo, regañó
conmigo porque salí con
unas amigas.
Nuevamente Márcia, más
sensata, replicó:
— Por lo que supe, tú
llegaste muy tarde a
casa y no habías
siquiera avisado a tú
madre que ibas a tardar.
Descontenta, Julieta
preguntó:
— ¿Y cómo es que tú
sabes de eso? Andas
entrometiéndote en mi
vida?
— Claro que no, Julieta.
Tú madre fue a mi casa a
buscarte. No sabía donde
estabas y quería obtener
noticia tuyas. Estaba
extremadamente
preocupada y a punto de
avisar a la policía de
tu desaparición.
Avergonzada ante las
demás compañeras,
Julieta bajó la cabeza,
contrariada, percibiendo
que ellas daban la razón
a su madre.
— ¡Hum! Si ella hace eso
no es por preocupación.
Finalmente, ya tengo
doce años y sé lo que
hago. Desea hacer
escándalo para
perjudicarme ante los
otros. Pero vamos a
cambiar de asunto. No
quiero hablar más sobre
eso.
Y era siempre así.
Cuando era posible, no
dejaba de hablar mal de
la madre, haciéndose de
víctima.
Cierto día, Julieta
llegó a la casa y no vio
a la madre. “Debe haber
ido a hacer compras”,
pensó.
Se acomodó en el sofá y
conectó la televisión.
Quedó entretenida
durante horas. Sentía
hambre. Sólo entonces
recordó que aún no había
almorzado. Como estaba
acostumbrada a recibir
todo en las manos, ni
pensó en preparar algo
para comer.
El hambre, sin embargo,
era mucha. ¿Donde
estaría su madre? Hizo
un sandwich y comió, de
mala gana. Se sentía
rebelde. ¿Por qué su
madre no había hecho el
almuerzo? ¡Cuando ella
volviera iba a tener que
explicar derechito!
Pero las horas pasaban y
la madre no llegaba.
Julieta comenzó a estar
inquieta. El silencio de
la casa incomodaba.
Nunca hubo quedado sola
antes. El padre,
viajero, estaba
trabajando, y no tenía
hora cierta para volver.
Generalmente, llegaba
bien tarde y ella no
tenía cómo comunicarse
con él. ¿Qué
hacer?
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Llorando, decidió buscar
noticias con los
vecinos. Nadie supo
informar nada. La madre
de Márcia intentó
tranquilizarla:
— Cálmate, Julieta. Con
certeza tú madre volverá
inmediatamente.
— ¿Será? Ella nunca me
dejaría sin noticias.
¡Ni una nota, nada!...
Estoy desesperada, doña
Victoria. Tantas cosas
pueden haber ocurrido.
¡Puede haber sido
atropellada,
secuestrada, si allá!
Con tanta violencia que
existe por ahí, creo que
ella hasta puede
estar...
— Ni pienses una cosa de
esas, Julieta. Ten
confianza en Dios. Tú
madre va a volver. |
— ¿Sería bueno avisar a
la policía? — sugirió
Márcia.
— Ya avisé. Quedaron en
comunicarme si
descubrieran alguna
cosa. Necesito volver
para casa.
Márcia y la madre la
acompañaron para que
ella no quedara sola.
Julieta estaba exhausta.
Se acomodó en un sofá,
próximo al teléfono,
bajo gran aflicción.
Dio una cabezada.
Despertó con el barullo
de la llave en la
cerradura. Era su madre
que llegaba. Al ver
aquella figura tan
querida, Julieta saltó
del sofá, gritando:
— ¡Gracias a Dios! Mamá,
¡tú estás viva!
La señora sonrió,
sorprendida:
— Claro que estoy viva,
hija mía. ¿Pero que está
pasando aquí? — indagó
viendo la aflicción de
Julieta y notando la
presencia de las
vecinas.
Julieta no conseguía
hablar. En llanto
convulsivo, se mantenía
agarrada a la madre,
como si temiera
perderla. Doña Victoria
explicó el porqué de la
preocupación de todos,
concluyendo:
— Pero al final, ¿dónde
estaba usted, Regina? |
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La madre de Julieta
esclareció:
— Necesité acompañar a
una amiga al médico.
Como ella no tiene
familia en la ciudad, me
pidió que fuéramos
juntas. El médico
diagnosticó un problema
serio y la mandó
inmediatamente para el
hospital. Ella fue
sometida a una cirugía
de emergencia y está
bien. Finalmente, sólo
ahora pude volver para
casa.
— ¡Que susto me diste!
¿Por qué no me avisaste,
mamá? — protestó
Julieta, abatida.
— Pero yo avisé, hija
mía. ¡Dejé una nota para
ti! Aquí encima del
armario para que tú la
vieras inmediatamente al
volver de la escuela.
¿No la encontraste?
— ¡No vi nota ninguna!
— ¡Sin embargo, yo la
dejé aquí encima! Ahí
donde tú acostumbras a
colocar tú mochila.
Vamos a buscarla.
Levantaron la mochila,
que continuaba en el
mismo lugar, nada. Bajo
el paño de croché, nada.
Dentro de los vasos,
nada. Hasta que,
espiando detrás del
mueble, doña Regina, lo
vio. Había caído entre
el mueble y la pared.
— ¡Aquí está ella!
Julieta la abrió y leyó:
“Querida hija Julieta.
Necesito ir al médico
con Hortensia, amiga que
tú conoces. No tengo
hora para volver. No me
esperes. Dejé tu
almuerzo en el horno. Un
beso. Mamá.”
Al leer el contenido de
la nota, Julieta se
sintió emocionada. Su
madre no se había
olvidado de ella. Había
pensado en ella todo el
tiempo. Ella la amaba.
Arrepentida, Julieta
corrió para los brazos
de la madre:
— Mamá, perdóname. He
sido pésima hija. Hoy
percibo como debes haber
sufrido todo este
tiempo; tu preocupación
conmigo, que nunca
entendí; tú cariño a
través de los cuidados
diarios, conmigo y con
papá...
— Todo eso es amor, hija
mía.
— Amor que yo nunca
entendí. Solamente hoy,
al sentir tu falta, el
miedo de perderte me
hizo descubrir como tú
eres importante para mí.
¡Gracias por todo!
Abrazadas, madre e hija
sintieron que una vida
nueva comenzaba en
aquella casa, con
comprensión,
entendimiento y mucho,
mucho amor.
TIA CÉLIA
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