Daniel era un niño muy
soñador que estaba
siempre pensando en lo
que podría hacer de
diferente, y se
imaginaba subiendo
montañas, descendiendo
las corrientes de un
río, volando en ala
delta.
Finalmente, él vivía
siempre con el
pensamiento en las
nubes, lejos de su
realidad que era ir a la
escuela, hacer los
deberes, arreglar su
cuarto, cuidar del perro
y todo lo demás que
representaba su día a
día.
Y Daniel, después de
quedar horas con la
mirada perdida a lo
lejos, un día pidió al
padre:
— Papá, ¿tú me llevarías
para escalar una
montaña? Lo he visto en
la televisión y no
parece tan difícil así.
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El padre dejó el
periódico de lado y
respondió, lleno de
paciencia:
— ¡Daniel, hijo mío, tú
vives con la cabecita en
las nubes! Escalar
montañas es muy
peligroso y, al
contrario de lo que tú
piensas, es
extremadamente difícil y
necesita de mucho
entrenamiento y fuerza.
Desciende para nuestra
realidad. Si tú quieres
movimiento, ¿por qué no
te ejercitas en algún
deporte?
El niño pensó un poco y
respondió:
— No tengo interés por
los deportes, papá.
Pero, ¿que tal si la
gente fuera a pasar las
vacaciones cerca de un
río que tuviera
corrientes? ¡Encuentro
bueno ver a las personas
descendiendo en botes
por las corrientes!
Nuevamente el padre miró
al hijo y consideró:
— Hijo, tú aún no sabes
ni nadar, ¿como sueñas
en aventurarte en ríos
de corrientes peligrosa?
Pero ahí hay una cosa
interesante: ¡aprende a
nadar!...
Irritado, el chico
golpeó con el pie el
suelo.
— ¡Papá! ¡Tú nunca
concuerdas con lo que yo
digo! Estás siempre en
contra. Yo no quiero
aprender a nadar. Además
de eso, para andar por
las corrientes, ellos
van de equipos salva
vidas, ¿entendiste?
Desanimado, el niño
salió cerca del padre
pensando: A mí padre no
le gusto. ¡Está siempre
contra todo lo que yo
quiero hacer! ¡Nunca me
ayuda en nada!
Y la distancia entre
Daniel y el padre sólo
aumentaba porque,
intentando traer al hijo
de vuelta a la realidad,
él cobraba:
— Hijo mío, ¿tú ya
hiciste tus deberes de
la escuela? ¿Ya diste la
ración y agua para tu
perro? ¿Arreglaste tu
cuarto?
Y Daniel quedaba muy
irritado porque no le
gustaba hacer sus
obligaciones.
Cierto día el padre lo
invitó:
— Daniel, ¿quieres
acampar? Compré una
tienda y todo lo que se
necesita para acampar.
Tú aún estás de
vacaciones y yo también.
Entonces, podemos salir
mañana pronto y volver
el domingo a la tarde.
Quedaremos tres días
acampando. ¿Qué piensas?
El chico aceptó,
entusiasmado. Finalmente
el padre hacía una
propuesta interesante.
No era lo que a él le
gustaría hacer, pero ya
era un comienzo de
aventura.
Se abastecieron de
alimentos y todo lo que
era necesario. Tras
colocar todo en el
coche, se despidieron de
la madre y partieron.
El día estaba lindo y
soleado. Estacionaron en
un parque alejado.
Daniel, todo animado,
dijo que él montaría la
tienda, y el padre
concordó y, mientras
quitaba las cosas del
coche, quedó
observándolo.
Los problemas
comenzaron. El chico
creyó que era fácil,
pero después de algún
tiempo aún no había
conseguido montarla, y
reconoció la dificultad.
El padre cogió el manual
de instrucciones y dijo:
|
— Aquí está, hijo.
Es preciso aprender a
montarla.
Como Daniel ya estaba
cansado, el padre lo
ayudó. En poco tiempo,
la tienda estaba de pie.
Ahora tenían que pensar
en la comida. El padre
pidió al hijo que fuera
a coger leña para hacer
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una hoguera, lo
que él hizo;
pero no hallaron
fósforos para
encender el
fuego; lo habían
olvidado. |
— ¿Y ahora, papá? ¿Cómo
vamos a hacer?
El padre dijo al hijo
que no se preocupara.
Fuera boyscout y sabía
como encender el fuego.
Luego, con el fuego
encendido, cogieron una
olla para cocinar
macarrones. Pero el agua
que habían traído, al
retirar del coche se
había derramado.
Entonces, padre e hijo
fueron a buscar agua en
el río que quedaba allí
cerca, volviendo cansado
por el esfuerzo.
Algún tiempo después,
consiguieron cocinar la
masa. ¡Daniel estaba
hambriento y halló bueno
los macarrones!
En aquella noche, como
no había nada para
hacer, ellos estuvieron
conversando a la luz de
la hoguera. El padre se
puso a contar cosas del
tiempo en que él era
niño y el grupo de
boyscout acampaban en
medio del bosque. Contó
historias graciosas,
peligros que pasaron,
lo mucho que él aprendió
en esa época y como eso
le valiera a lo largo de
la vida.
Daniel comenzó a hacerle
preguntas, admirado con
todo lo que el padre
sabía. Veía al padre con
otros ojos, alguien que
solamente ahora había
conocido de hecho y del
cual se sentía mucho más
próximo.
Durmieron pronto. A la
mañana siguiente, cuando
Daniel despertó el padre
ya había hecho el café y
calentado la leche. El
niño andaba con hambre y
comió con ganas el pan
tostado, que en casa
habría rechazado.
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Fueron a explorar los
alrededores y, con el
sol calentando,
cansados, se aproximaron
al río. Encontrando un
pequeño barco,
resolvieron pasear. El
barco se balanceaba y
Daniel casi cayó. Se
sentó, asustado, y el
padre le entregó uno de
los remos, enseñándolo a
remar. Después de algún
tiempo, el chico estaba
exhausto, y ellos
volvieron a la margen.
Los días pasaron rápidos
y necesitaban volver. En
casa fueron recibidos
con
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alegría por la
madre, que los
aguardaba
ansiosa. Daniel
era otro niño y
tenía mucho para
contar: |
— ¡Mamá, yo aprendí a
encender fuego, a montar
la tienda, a remar, a
pescar y mucho más! Y
todo eso yo se lo debo a
mi padre.
En ese momento, Daniel
se acordó de algo y,
mirando al padre con
respeto y admiración
dijo:
— ¡Papá, hoy es el Día
de los Padres!
¡Felicidades por tú día!
¡En verdad, tú merecías
un regalo, pero fui yo
quien gané el regalo!
¡Gracias por todo!
¡Valió!...
— Estos días que pasamos
juntos fue “mí” regalo,
hijo.
Y ellos intercambiaron
un gran y afectuoso
abrazo, felices por la
comprensión que hubo
pasado a existir entre
ambos. Ahora eran más
que padre e hijo, eran
compañeros para toda la
vida.
MEIMEI
(Recebido por Célia X.
de Camargo, Rolândia-PR,
em 18/7/2011.)
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